Esto despejó las incógnitas de su futuro y de la carrera en la que se doctoraría. Eligió la universidad más despiadada, la callejera, para cursarla, y sus estudios arrancaron sin pérdida de tiempo con esas primeras papelas tras las cuales pasó en poco tiempo a la bolsa de kilo y de ahí al macuto de muchos.
A los quince gobernaba su calle sin contratiempos hasta que dio con el distribuidor oficial del barrio, que no era dado a compartir mesa y mantel. Se lo había encontrado en varias ocasiones, pero para el Grande él apenas era un renacuajo al que no merecía la pena tomar en serio. Pero el niño se había hecho fuerte en un tramo de su calle, tenía clientes propios y ganaba una pasta gansa. Controlaba una caterva de chiquillos que se movían como diminutos fantasmas por las esquinas, recogiendo, entregando y cobrando, y apenas eran visibles entre el marasmo del tráfico de coches y peatones; los había ido abduciendo por goteo de las clases y los papis nada sabían de los cometidos que sus criaturitas realizaban entre calles.
Pero al ir creciendo en edad y territorio, lo inadvertido del pasado se tornaba molesto en el presente. Y ya con quince añitos daba sus últimos pasos de la infancia a la juventud y comenzaba a incomodar al Grande; había llegado el momento de atajar su deriva.