Al mes abandonó el centro, sobre dos muletas y una pierna. Ojos desconocidos
vigilaban la escena. Él se percató. Dos días después, él y su familia desaparecieron del mundo conocido.
Un individuo, en chándal y gorra entró en la oficina. Dejó sobre el mostrador, frente a la recepcionista, un paquete envuelto en papel de regalo.
-Es para los señores Aisar Khamas y Florencio Hernández- dijo evitando preguntas.
-Un momento, ahora estoy con usted- contestó ella.
Mientras marcaba el teléfono interior, preguntó:
-¿Quién envía el paquete?- al tiempo que una sombra desaparecía por la puerta aún batiente.
Ambos destinatarios pasaron la caja sin remitente por un scanner de un edificio contiguo y cuyo portero realizaba trabajillos para el grupo. Nada extraño detectaron salvo unas formas irreconocibles; también un sobre. Abrieron el paquete. Retrocedieron asqueados, ladeando sus caras constreñidas.
Florencio tomó el sobre con cuidado y lo abrió.
“Esto es lo único que me sacaréis. Atentos al próximo envío. Voy a por vosotros. El Jefe”, leyeron mientras observaban con el estómago revuelto un amasijo aún congelado de lo que algún día fue una pierna.