Patricia y Paz disfrutaban esa mañana pedaleando en las bicicletas estáticas del gimnasio. Ambas se habían embutido en unas mallas de colores que moldeaban sus cuerpos de una manera sugerente. A pesar de que Paz ostentaba musculatura propia de persona que machaca su body a diario en los gimnasios, a la colombiana sus formas le marcaban unas líneas femeninas muy habituales entre las mujeres del nuevo continente: culo respingón, caderas ostensibles sin ser excesivas, pechos deslumbrantes y una cabellera y ojos de un oscuro azabache. Ambas brillaban entre las hembras que esa mañana daban rienda suelta a sus movimientos.
Y eso atrajo las miradas de varios gallinazos de los que acuden a diario a los gimnasios, de esos que tienen la vida resuelta y que se dedican a estos menesteres de la pesca de piezas de buen ver y saborear, y a los que por el contrario, buscan en los gimnasios la pesca de altura a fin de cobrar una gran pieza que les resuelva la vida hasta la captura de la siguiente, en la de próxima veda.
Patricia, ya experta en esas lides de gimnasios de farándula, se percató de inmediato de la atracción que suscitaban entre los practicantes del sexo opuesto, y de alguna mirada desviada con tintes lujuriosos de otras del mismo género. No así Paz, asidua de los gimnasios que detentaba el Robus en Madrid y al que acudían solo los practicantes del arte de la halterofilia y los puertas de las discos para ponerse cachas, por lo que no habituada a estos vaivenes del ligoteo en los gimnasios, y a su vez, dado que la práctica la abstraía de tal manera, el oteo continuo pasaba a través de ella como si de ondas electromagnéticas se trataran.