Pero Paz ya no atendía, ida de mente como se encontraba, remembrando sus primeras citas con Robustiano. Recordó el apartamento de soltero del Robus y su primera vez con él, la Vez. Pero de igual manera recordó la instalación que él tenía ahí, especialmente preparada para el asalto, la conquista y la rendición de toda mujer que se pasara por esa fortaleza, y concebida expresamente a tal fin. Y entonces una inseguridad aderezada con gotas de ira se fue apoderando de sus sentimientos, mientras el murmullo del garloteo de la colombiana continuaba. ¿Y si el Robus, su hombre, su marido, volvió con alguna de esas guarras a la fortaleza después de irse a vivir con ella a la otra casa?, ¿y si mantuvo una aventura con una loba de esas, mientras, ya casados, esperaban a su hijo? Porque que ella recordara, nunca se deshizo del lugar. “Es para mi hermanito, para que disfrute”, le respondió en una ocasión en que ella preguntó por el apartamento dichoso. Pero una vez muerto el hermano, ¿qué ocurrió con el sitio? Se lo preguntaría esta tarde cuando lo viera en casa.
Pero la intranquilidad ya había hecho mella en ella. Los recuerdos regresaban con ferocidad inusitada y un tema, como era el de la infidelidad, situación que en su caso no se había planteado jamás, aparecía a instancias de la colombiana.
-¿Tú de verdad crees que el Robus me ha puesto lo cuernos? Estoy segura que no; nunca le he pillado en un renuncio –comentó la española sin convencimiento.