-Quí hubo, cómo les va, yo me llamo Miguel Eduardo. Aja, ¿y ustedes? –les soltó nada más llegar a su vera, a la de Paz.
Pero no fue Paz la que tomó la palabra, bloqueada como se quedó al contacto cara a cara con el menda, sino su amiga Patricia, que con mirada gatuna y un provocador rictus de labios, le respondió:
-Pues, mi amiga, la chapetona, se llama Paz, y yo, Patricia. Y usted qué, mijo, es la primera vez que lo vemos por acá. Además, usted no es paisa, no es de acá.
-No, tiene razón. Llevo apenas unos meses en Medellín. Soy de Bucaramanga, aunque vivo desde siempre en Bogotá. Pero me trasladaron por motivos de trabajo a Medellín y…
Pero Paz ya no deparó en la conversación que se entabló entre los otros dos. Se imantó de la mirada del colombiano y un ligero cosquilleo recorrió su columna. Eso la incomodaba, y porque no decirlo, provocaba a su vez una grata pero extraña sensación. Desde que conociera al Robus, de eso ya hacía la friolera de diez años, no se había vuelto a fijar en hombre alguno. También es verdad, que eso en Madrid era tarea harto difícil, dado el renombre de su marido en los círculos que frecuentaban, el de los gimnasios, el de las discos, en fin, el de la noche. Nadie hubiera osado siquiera desviar una mirada torcida a la esposa del boss, del jefe del clan de los Florida; hubiera sido hombre muerto.
Pero aparte de eso, ella amaba a Robus, lo admiraba, además de no haber sido jamás mujer dada al flirteo. Desde joven, desde el mismo momento que comenzó a acudir a los gimnasios, se percató de que siendo mujer y en ese medio, debería sentar un precedente y marcar las distancias propias a fin de que nadie tratara de propasarse; y le funcionó, aunque también moldeo su carácter y lo volvió más agreste y distante. Sin embargo, este proceso le ayudó a ser respetada en todo momento y lugar.