Pero no se encontraba en España, nadie la conocía y los hombres, ya se había percatado de este hecho con anterioridad, entraban de una manera más directa y natural, sin amedrentarse y con una técnicas propias de prestidigitador, de malabarista de las palabras, ante lo cual era difícil sustraerse.
Lo último que Paz escuchó de la conversación entre su amiga y el extraño seductor fue:
-Pues nada, Miguel Eduardo, entonces quedamos mañana por la tardecita, y de acá nos vamos los tres a tomar unos drinks con ese amigo tuyo –comentó Patricia al tiempo que acompasaba el pedaleo al movimiento de sus carnes, aún prietas.
-Todo bien. Nos vemos mañana. Patricia, Paz, nos vemos –y diciendo esto, el extraño, ahora menos extraño, se dirigió a la esquina, dejando a su paso una estela de confianza, quizás de firmeza, tan propia de los triunfadores.
Nunca había viajado a África, pero imaginaba que participar en un safari y cobrar un búfalo, un león o alguna presa de caza mayor de semejantes características, debería de producir una descarga de adrenalina similar a la que él estaba experimentando en estos instantes. Por momentos se elevaba, por momentos un sudor frío se apoderaba de su piel, y por fin, su bajo vientre también se había endurecido con ese cosquilleo particular tan habitual en estas ocasiones. Cuando se sentó y dio comienzo con las pesas individuales al trabajo de bíceps, notó como su pantalón de sudadera y en un punto muy determinado, tomaba forma de cúspide, de una protuberante elevación. Miró hacia abajo, para acto seguido levantar la mirada en dirección a las chicas; se mantenían cuchicheando entre si, por lo que se relajó y el tono habitual volvió a su piel: el color bermellón, el relacionado usualmente a la vergüenza y el sofoco, había desaparecido.