Mientras las mujeres entretenían su tiempo entre el gimnasio, sus hijos, y ahora, unos posibles escarceos a futuros, la decisión de permitir a Robustiano conocer de primera mano los intríngulis del negocio de la perica se estaba dilucidando en esos momentos.
Sentados en el porche de la finca del jefe del clan, se encontraban, además del viejo Vallejo arrullándose en su mecedora, Simón, Edgard y John Washington. Entre ellos se encontraba una gran mesa de ceiba, sobre la cual se hallaban varias botellas de aguardiente Antioqueño a medio llenar, unas bandejas paisas con lo que quedaba de sus ingredientes, las fruticas de aperitivo para ese trago berriondo, unos cuadernos con esferos y varios ordenadores portátiles, y que hacia las funciones de centro de reunión y base de sus actividades gastronómicas, alcohólicas y de negocios, de los blancos y relucientes y de los más que negros.
Después de varias horas de debate, comida y trago, y una vez hubieron despachado todos los pormenores y dudas de las diversas empresas y negocios que dirigían entre todos, Simón recordó al grupo que debían tocar un último tema antes de entrar en una segunda fase de la tomadera de trago: la de caerse jinchos de la perra.