Al rato apareció.
-Pasa, niño -y, girando sobre sí mismo, se internó por un pasillo seguido de Robustiano. Subieron unas escaleras oscuras que remataban en un corredor más estrecho que el anterior y escaso de iluminación. Al final del mismo se encontraron con una puerta.
El otro tocó, se apartó y lo dejó pasar. El joven no se movió.
-A qué esperas, enano, pasa de una vez. No te quedes ahí pasmao.
Entró, vacilante, en una habitación que espantaba de colores. Las paredes de un rojo intenso se vertían sobre una moqueta fucsia chillón. Un amplio escritorio de ébano reluciente reposaba sobre ella. Y frente a él, un sofá de color azabachado apoyaba su respaldo contra la pared. Como colofón final, y colgado a la vera del sofá, un cuadro paisajista de amarillentos girasoles barrocos. Detrás del gran escritorio, un sesentón de abultados carrillos, pelo repeinado y engrasado de fijador y raya a izquierdas, mantenía, sin embargo, unos diminutos pero profundos ojos clavados sobre él.
-Siéntate –le dijo mientras apoyaba sus manos regordetas, de falanges amorcilladas y cargadas de anillaje dorado sobre el tablero.
-Eres un chico listo, ¿eh? ¿Así que amigo de Beto? ¿Socio? Pues..., no me suena tu jeta y el Beto nunca me dijo que tuviera un socio, así que dime quién cojones eres y qué quieres.
Robustiano desapareció en el grueso sillón de invitados.
-Bueno..., yo..., ejem..., no soy amigo de Beto; no lo conozco personalmente.
Sí le compro algo sin que él lo sepa, pero... ¡soy mejor que él! -sentenció después de muchas dudas.
-Ja, ja, ja, pero qué cara tienes, cabroncete. Mejor que él ¿en qué?
-Pues... puedo vender más y mejor que él. Más rápido y tengo además la calle y...
Lo cortó con un ademán. Al jefe le resplandecieron los ojos.
-Entérate, muchacho, tú no tienes ná. No eres nadie. Tú eres un mierda que
puedo aplastar con solo presionar este timbre –exclamó, e hizo un ademán con su blanda zarpa por debajo de la mesa.