Pero la provocación no terminó al despojarse ambas de su ropa de calle, ya que las trusas adheridas a sus pieles sin resquicio alguno, arrancaron de todos los allí presentes miradas propias de lupanar costeño. Lo que en un principio la incomodó, dado su carácter reservado y ajeno a la comunicación externa, al cabo de un tiempo de pedaleo y sintiendo gran parte de las miradas recaer sobre ellas, le alborotó sus hormonas. Sí, amaba a Robus, y su relación sexual fluía sin excesivos contratiempos, algo disminuida desde la amputación de la pierna de su marido. Pero al sentirse deseada, después de años de oscurantismo social provocado por ser mujer de… en la España que habían dejado atrás, se removió la yesca que durante el resto de la tarde azuzaría un fuego interno que había quedado en un baúl del que ella apenas tenía recuerdos.
Elevó su mirar, para encontrarse primero con el de Patricia, que a su diestra disfrutaba del pedaleo con la cerviz bien levantada y una altivez hostigante. Después miró a su frente, pasando de un rostro al otro, a cual más encendido, hasta llegar al que se ejertizaba en la esquina, el que buscaba a estas alturas del momento con ahínco. Se tropezó con unos ojos incandescentes de deseo y de tal intensidad, que esa visión fugaz penetró a través de su cuerpo y provocó un retortijón tripero. Deseaba retirar la vista de su objetivo, pero una tensión imantada se lo impedía, mientras su cuerpo atlético aceleraba el ritmo del pedaleo ante la necesidad de ir soltando la adrenalina acumulada.
-Mija, baje el ritmo que va a descacharrar, o como ustedes digan, la cycle –le soltó sonriendo la colombiana mientras movía su cabellera y aprovechaba para otear entre pelos a ese de la esquina.