Espero que el amigo esté tan bacano como él, porque a este papito me lo culearía de ya si no fuera por la chapetona, qui en el fondo tienes más ganitas que yo aunque aún no lo sabe, la muy pendeja, pensaba para sí la colombiana que no retiraba la vista, oculta por su cabello, del objetivo de su amiga.
-Ja, ja, ja –rió Paz mientras escondía su rostro de la pura vergüenza que se apoderó de ella y su faz, ya en aquel instante de tono atomatado- tienes razón, pero es que me había ido de cuerpo y mente.
Ambas rieron, agüijoneadas por la lujuria que ya vagaba por ese ambiente de cuerpos semidescubiertos, sudores y humanidad.
Alargaron el tiempo como un chicle, una por perversión hacia el que tenía enfrente, para que se joda y sufra las ganitas, meditaba, y la otra, por pura inseguridad, de esa que atenaza, sin perder por esto el deseo que se había encendido en ella.
Al cabo de dos horas y después de que el previsto amante se acercara en dos ocasiones apremiándolas a que dejaran el pedaleo frenético, Patricia decidió que ya había llegado el momento de plegar velamen, ir a ducharse y adecentarse para dar el gran paso. Así lo hicieron, al tiempo que él hacía lo propio y llamaba de emergencia a su amigo para que los recogiera en el gimnasio.
Cuando los tres salieron del lugar, un resplandeciente BMW los esperaba con las portezuelas entreabiertas y expeliendo acordes salseros de esos que caldean ambientes aún gélidos. Dentro, y al volante, se encontraba trajeado y perfumado un individuo de unos cuarenta y tantos, aspecto saludable, peluco tremendo y sonrisa fácil.
-Patricia, pasa adelante con mi amigo César, que yo me acomodo acá atrás con Paz –les dijo Miguel Eduardo a ambas chicas.