-Ni de vainas, papito. Aun no nos conocemos y las cosas, pasito –respondió coqueta la colombiana mientras tomaba de la mano a Paz y se introducían en la parte posterior del vehículo.
El contrariado don Juan, ese de la esquina del gimnasio, muequeó con el rostro mientras cerraba la puerta trasera y se proyectaba a su vez en el asiento del copiloto.
-Bueno, señoritas, les presento al bacán de César, mi amigo del alma. César, Patricia y Paz –gesticulaba Miguel Eduardo mientras realizaba las correspondientes introducciones de adelante atrás y de atrás adelante.
-Encantadas.
-Lo mismo digo, señoritas. Un placer conocerlas. Bueno, díganme, ¿adónde quieren ir? –dijo el conductor inseguro, después del corte inicial propinado por la colombiana.
-Vamos a tu casa a tomar un drink, y después salimos a comer. No habíamos quedado en eso, ¿César? –comentó como despistado Miguel Eduardo.
-Ni de vainas, mijitos. Primero vamos a comer a un sitio discretico, no vayamos a toparnos con quien no debemos, y después…, mi Dios dirá –le cortó tajante Patricia mientras guiñaba el ojo a Paz que se encontraba agazapada a su lado y con faz atensada.
-Bueno, –dijo Miguel Eduardo –vayamos entonces a comer a un lugar así como…, íntimo. Ah, mire, mijita, conozco uno en la 49 con 67, el “Rincón Francés” que está de lo más bien, ¿les parece?
-Bacano, es tranquilito y la comida está chévere –terminó de afirmar Patricia, dejando sentado quien mandaba en ese combo de desesperados.