El caso de la otra pareja se manifestó de manera inversa. Aquí César, más introvertido y parco en demostraciones, no tuvo que utilizar sus ardides guerreros, dado que Patricia y apoyada por la ingestión vinícola, entró a matar al tiempo que saboreaba el segundo plato. Más sutil, sin embargo, que Miguel Eduardo, descalzó su fino pie del zapato de tacón, para introducirlo entre piernas y atacar el bulto del contrario, que de inmediato creció en volumen y provocó que la colombiana lo sobara en forma circular. César se expelió unos centímetros en su asiento, enderezando como un resorte su cerviz. Apoyó su lomo en ángulo recto contra el espaldar y no se movió ni un ápice durante el resto de la comida.
Cuando por fin abandonaron el restaurante, Patricia y César tenían más que claro el final de la velada, no así la otra pareja, confusa y llevado cada cual por unos sentimientos y recuerdos contradictorios. Por ello, fue la colombiana quien tomó la palabra una vez sentada en el automóvil, y en esta ocasión, por inercia propia, en el puesto del copiloto:
-Aja, ¿y adónde carajo nos llevan ahorita?
Todos se miraron, unos con sonrisa cómplice, los demás con expresión de sorpresa. César, el misántropo, el mohíno, el retraído, el tímido, el adusto, ese que hasta el momento apenas había expresado sus convicciones, ese que fue violentado por el pie inmisericorde de Patricia por debajo de mesas y manteles afrancesados del restaurante que se denominaba asimismo “Rincón francés” pero ubicado al otro lado del charco, en la Medellín guerrera de Antioquia, ese César, dio el veredicto definitivo a las dudas del grupo: