Los manes condujeron con expresión adusta a las dos damiselas con alma de Cenicientas. Miguel Eduardo, el copiloto, era el más contrariado del grupo, ya que desde el día anterior se las prometía felices con esas vampiras de gimnasio, que en lugar de ello, resultaron ser unas calientavergas, como el habitualmente se refería a las que provocaban, y llegado el momento, se retraían.
César, ya de por si retraído, manejaba su BMW ido de mente, sintiendo aún entre las piernas las humedades provocadas por el pie guerrero de Patricia. Él sí había saboreado de cerca el manjar, a falta de hincarle el diente a las magras carnes de la colombiana. Sin embargo, se había quedado a las puertas de…, y eso se lo debía a la jodida chapetona y su falso recato, y quizás, a su amigo del alma, por impulsivo; aún no las tenía todas consigo, pero su pensamiento lo inducía a sacar tamaña conclusión.
Al poco llegaron a las puertas del gimnasio. El centro se encontraba en penumbras y en el aparcamiento solo divisaron, aparte del carro lustroso de Patricia, un par de cuatro por cuatro y una moto. No les dieron importancia. Miguel Eduardo bajó, abrió la puerta y dejó que ambas ocupantes de la parte trasera del vehículo se apearan. Apenas se despidió. Su humor no daba para muchas extravagancias, por lo que dijo un, “nos vemos”, y se introdujo de nuevo en el carro.
-Nos fuimos, hermanito. Qué las jodan –dijo con una mueca lateral al conductor.
Arrancaron y se alejaron antes de que las chicas hubieran entrado en su vehículo. Miguel Eduardo no tenía conciencia de lo acertado que había estado en su última expresión.