Aunque esa carrera de locos no se prolongó en el tiempo. De repente y sin previo aviso, el carro comenzó a ascender a trompicones por una trocha, que por el vaivén y la inclinación que imprimía al vehículo, se presuponía sin asfaltar y de una gran pendiente. Patricia se apalancó con ambos pies, uno contra el respaldo del copiloto mientras el derecho lo apoyaba en la puerta de atrás.
No corrió la misma suerte Paz, que tumbada inconsciente en la parte trasera del otro vehículo, recobró el conocimiento a trompadas, las que le propinaba el suelo en cada ocasión en que se elevaba provocado por algún socavón, para caer plúmbea sobre una vieja llanta y algunas herramientas desperdigadas por el fondo de la camioneta. Se ovilló para evitar los topetazos bruscos en sus extremidades, pero ni con esas evitó los golpes de riñón, cabeza y muslos.
Después de diez minutos de ardua ascensión, ambas rancheras frenaron en seco. De inmediato se oyó un murmullo de voces externas, y un par de órdenes que de los asientos delanteros se profirieron.
-Aja, hermano, dígale al Andrés y a Jairo Alfonso que vengan de rapidez y que alisten la pieza. ¡Venga, rapidito, brother!
Al instante, Patricia sintió como abrían la puerta junto a su cabeza y la aferraban de los brazos, tirando de ella en esa penumbra en la que se encontraba. Otro tanto hicieron con Paz, que agarrándola de manera férrea por pies y manos, la movieron en volandas hacia una casa emparedada entre otras de similares características. Paz pudo observar todo el traslado de su colgante cuerpo hasta una pieza de diminutas dimensiones, donde la depositaron en el suelo y cerraron la puerta.