Patricia, sin embargo, soportó la mudanza encapuchada como se encontraba, sin ver, pero prestando oídos con temor a todo ese desbarajuste de voces y órdenes; entonces, la proyectaron sobre un camastro y golpearon una puerta tras ella. Y, ahora qué es la vaina, se preguntó.
La habían desatado. Se desencapuchó y observó. Pasó la mirada por la pequeña habitación en la que se encontraba: miserable, fue su primer pensamiento. La luz de un débil bombillo iluminaba apenas el perímetro de las paredes desconchadas de un color azul fondo marino, que más se asemejaban al fondo que al tono marino. Un camastro metálico con una colcha guayaba de encajes y una mesilla con una banqueta a juego, componían el mobiliario ahí presente. A través de una ventanilla con barrotes se vislumbraban infinidad de puntos de luz que bajaban en caída hasta un valle, que a los pies del cerro donde se encontraba, se abría en abanico surcado por luces, avenidas, casas y edificios.Todo ello lo veía e intuía, dado que un plástico hacia las veces de cristal y difuminaba los objetos visibles.
Debe ser Medallo, pensó para si la colombiana. Por lo que hemos demorado…, así como una horita…, de seguro que nos encontramos en uno de los cerros de la ciudad, en uno de esos cerros cochambrosos a los que nadie quiere llegar por peligrosos y jodidos. Lo que sí tengo clarito, es que estos manes no son de la guerrilla…, no. O delincuentes comunes o traquetos. Ay, Diosito, te lo suplico, que no nos jodan, que nos dejen vivir. Mis pelaitos, mi mamá, mi esposo, qué harán si a mi me ocurre algo.