Todos rieron la bromita del jefecillo, todos menos las chicas que enmudecieron y empalidecieron al unísono. Ahora eran conscientes de que se trataba de una guerra entre traquetos, entre estos y la familia Vallejo. Por ese motivo se encontraban en esta situación, también la española, sin comerlo ni beberlo.
-Bueno, dejémonos de maricadas y lean lo que está escrito acá a la cámara. A ver, Irving, dele a la vaina esa y comience a grabar.
El tal Irving, un mestizo del Cauca, dirigió el objetivo de la cámara de video hacia el rostro de ambas y accionó el play. Entonces las dos, rodeadas por esos hombres y encañonadas por esas armas, dieron comienzo con la lectura de ese manifiesto de exigencias. Paz, con voz lúgubre pero sostenida. Patricia, prorrumpiendo en lamentos y sollozos y finalizando el acto con una petición de socorro de vida o muerte. El resto de los integrantes rieron a carcajada batiente el colofón del comunicado lastimero de las hembras, que de inmediato fueron conducidas de nuevo a sus piezas.
El reloj del salón de la casa del Mono marcó las once de la noche. Los niños dormían desde hacía horas, pero dos de los hermanos Vallejo acompañados por Robus, mamaban gallo y escuchaban música asistidos de una botella de ron Medellín añejo. Se encontraban festejando y de un humor excelente debido a un corone que John Washington había culminado en los Estates. Además, las chicas habían salido a comer con unas amigas y ellos celebraban esa soltería de horas sueltas.
-Pues sí, hermanito, estos gringos güevones se la han vuelto a envainar con la familia Vallejo. ¡Cinco mil aparatos coronados! Con dos güevos, iuuuujuuuuu –gritó John Washington mientras todos reían la ocurrencia.