Submitted by jorge on Tue, 16/11/2010 - 07:03
-Esperemos, brother, démosles hasta las doce; entonces comenzamos a mover la vaina -comentó el otro Vallejo.
-Está bien, hermanito, así se hará.
Continuaron con el trago y la mamadera de gallo, como si ahí no pasara nada, aunque a Simón y a Robus, y a pesar de las risas y las bromas, se les apreciaba nerviosismo, intranquilidad, oteando de continuo los relojes. Llegada la hora prevista, ni un minuto más ni uno menos, Simón, el Mono Vallejo, se levantó de su asiento e impartió las órdenes que él consideraba oportunas.
-John Washington, llame a nuestro padre y al otro hermano y los pone al tanto de lo que ocurre. Usted, Robus, véngase conmigo a mi despacho que vamos a hacer unas llamaditas de rapidez, a toda la tropa y bandidos conocidos, y después nos fuimos.
Los tres se dispersaron, cada cual a su labor, en esa emergencia que se preveía tesa.
Las dos mujeres no conciliaban el sueño, tumbadas como se encontraban en los camastros. El principal de los motivos era la incertidumbre y la aprensión que las embargaba, la intranquilidad de una posible muerte que pudiera aparecer en cualquier instante, además de los pensamientos que dedicaban a sus seres queridos. El segundo motivo, aunque el menor en esos momentos de pesadumbre, se debía a la bulla que los miembros del grupo mantenían a viva voz y la reverberante música en el salón contiguo. Se percibían ya las voces de algunos pasados de trago, y eso las agobiaba.