Submitted by jorge on Mon, 22/11/2010 - 07:35
Patricia había perdido el conocimiento. De su nariz fracturada se escurrían un par de hilillos de sangre. Los brazos pendían de ambos lados del colchón.
El pateado se había incorporado como beodo y ya ambos se manejaban con las ropas de la colombiana. En cuestión de un par de minutos, ese cuerpo macizo pero inerte se encontraba libre de ataduras para ser inmolado. Sus piernas abiertas en V invertida, mostraban de forma magnífica, y a pesar de la penumbra, un matorral negruzco del cual emergían un par de labios rugosos. Ambos se colocaron frente a ese altar, y primero uno, y después el otro, lo penetraron de manera animal, para acto seguido y una vez saciados, escurrirse de la pieza al salón, furtivos cual ratas.
Paz quedó tranquila al no escuchar nuevos sonidos provenientes de la habitación contigua. En la sala aún resonaba la música, aunque de manera más tenue, y un susurro de voces continuas que daban a entender que los ahí vigilantes aún se mantenían despiertos, aunque de seguro, jinchos de la perra de tanto mamar.
Sin embargo, los dos guachimanes apenas se mantenían serenos después de la salvajada cometida. De golpe y porrazo los alcoholes se les evaporaron del cuerpo. Después de valorar entre ambos la acción ejecutada, presentían que su cuello peligraba: a los rehenes no se les toca ni de vainas, les había dicho el jefe antes de partir esa madrugada.