Submitted by jorge on Tue, 17/08/2010 - 08:23
-Sí, un par de veces –dijo y calló de nuevo.
-Pero..., ¿cómo has podido, cómo me has hecho esto? –inquirió él perdiendo la compostura.
-¿A ti? A ti no te he hecho nada. Ha sido mi decisión. Ya no siento nada por ti y ello me deja libre de ...
Él se abalanzó sobre ella, aflojó sus pantalones y la penetró, mientras sus lágrimas brotaban contenidas. Ella lo dejó hacer, sin movimientos, sin sentimientos, apenas hacer y...descargar. Él ya no pudo decir palabra. La herida se abría aún más.
Salió rebotado de la casa. Tomó el coche y lo dirigió sin rumbo hasta frenarlo en un fondo de saco. Allí permaneció el resto de la madrugada, inmóvil, con la mente en blanco y la vista perdida. Sólo a ratos regresaba la lucidez tozuda de la realidad más cercana. Y entonces se echaba a llorar de una manera descarnada, tan solo comparable a sus recuerdos infantiles. Sin ella su vida carecía de sentido. Ni hogar, ni hijos, ni dinero; nada. No deseaba nada, ni su propia vida. Solo la deseaba a ella.
El lunes a primera hora se dirigió a la oficina. Subió al octavo piso, entró y, sin reaccionar ante los saludos de sus empleados y socios, se encerró en el despacho. Pasaron las horas. No respondió a ninguna llamada ni oyó algunos tímidos golpes en su puerta. Sobre la hora de comer y cuando ya casi todos se habían ido, se levantó. Comenzó a quitarse la ropa, con lentitud, y la colocó ordenadamente sobre el respaldo del sillón. Con la ayuda de una silla trepó al alféizar y se enderezó, de espaldas al ventanal, frente al mundo. Miró hacia abajo. Antes de arrojarse, lo último que vio fue su pito, menguado en los últimos días y que apenas asomaba por el frío. Su cuerpo se estrelló contra la carrocería de un taxi en marcha y espachurró a su distraída pasajera.