Ya conoces la entrada. Has llegado a Ingresos, te han traído al módulo y has asentado tus reales en tu nuevo hogar: la celda.
Ahora, después de pasar tu primera noche, has de bajar al patio. Aunque lo has conocido la tarde anterior, no pudiste asimilar la vida en él dado que aún te encontrabas aturdido y sin celda estable. Ya no hay pretexto para que no lo explores, ya que tu nueva vida en este centro comienza a transcurrir desde ya.
Lo primero que haces cuando bajas a las 9 de la mañana es ir al comedor por tu desayuno. Comedor que por otra parte es multiuso, ya que aparte de servir a esos menesteres, una parte de él se utiliza como office -lugar de distribución de los alimentos cuando llegan de la cocina central-. También como sala de televisión, garito de juego –cartas, dominó, parchís, ajedrez-, centro de lectura –cuando en las macrocárceles los musulmanes se toman la pequeña biblioteca del patio como mezquita para la oración-, como fumadero de porros o lo que se tercie, como lugar de descanso –a los que pilla el mono o el trabe en plena hora de patio y echan una cabezada encima de las mesas-, y así, una infinidad de soluciones que ofrece este lugar.
Una vez desayunas, café con leche ya mezclado, con barrita de pan y margarina o bollo, te lanzas al ruedo, al patio. Lo habitual es que comiences a dar vueltas como buey de noria o cruces el patio de extremo a extremo una y otra vez. Nunca viajas solo, ya que en esos primeros paseos se te acercará alguna rémora para hacerte compañía. Entrará con buenas palabras tratando de saber de ti, de tu delito, sobre tu familia, te aconsejará –siempre en beneficio propio, por supuesto- para al final pedirte un truja, un café o cualquier otra cosa.