Me encaloman en el chabolo de un menda que en apariencia me da buen rollo. Durante los primeros días conversamos largo y tendido, pero algo, un no sé qué, me pone en alerta. A la la semana y mientras paseo por el patio, se me acerca el Tato, uno de los Kies del módulo, y mientras aparentemente me habla de un tema del comedor, me suelta entre dientes:
- Ándate con ojito, compi, que tu compañero de chabolo es una perra chivata, chivato del director.
No necesito más. Mis sensaciones torcidas no iban desencaminadas. Esa misma tarde compro a uno de los tantos indigentes que pululan por el patio su chabolo. Él toma mis cartones de dineros de mentiras y con ello se agencia una papela. Con la papela de caballo en mano, convence a otro pringao como él para compartir celda.
Yo, por mi parte, comienzo a vivir solo; no sé cuanto durará este privilegio, pero la soledad en un habitáculo tan reducido siempre es de agradecer.
No todos, sin embargo, desean esa soledad cautiva. Muchos necesitan de un compi de penurias o en algunos casos, de algo más que eso. Ese es el caso de él, ella, bien, de Cristina.
La puerta entreabierta de mi celda me deja vislumbrar con dificultad sus piernas, debido a la cortina de la ducha que a modo de entrada de tienda bereber ha colocado al frente. Ese sistema decorativo no es del agrado de los funcionarios, pero entienden. Esa pobre, rodeada de tanto macho insaciable, debe cuidar su reputación. Mira por el lateral de la cortina, sabedora de ser observada, clavando sus ojos en mí. Aguanto su mirada. De repente, una figura de greñas mal teñidas surca por delante de mi campo visual para penetrar veloz en la celda de ella. Ambos desaparecen en el hueco de la ducha.
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