La Juaní, ya transcurridos los primeros días de curso, se había echado de novio frugal a un payo rubio del módulo 9. No obstante, las columnitas del intermedio del café no eran para ella apenas apaño; necesitaba sensaciones más fuertes. Por ello, y durante las clases, comenzó a utilizar la zurda con fines lascivos mientras su diestra machacaba las teclas de la maquinita con una rotundidad demoledora. El rubio jugaba con las manos cambiadas, eso cuando se percataba de lo que hacía y no se encontraba poseído por las pastis u otras colaboradoras químicas de la evasión.
Hasta que una semana antes de dar por finalizado el programa, uno de esos días en que la Juani ovulaba como una descosida, algunos de los compis de aprendizaje no tuvieron más remedio que dirigir la mirada a donde la parejita se encontraba. Sentada sobre el rubio, martilleaban a la par el teclado. Mientras, ella, con los pantalones escurridos a media pierna, cabalgaba a un trote pausado sobre la bragueta abierta de él. El soporte sobre el que realizaba sus filigranas no se encontraba a la vista, pero por la expresión del rubio y el rostro de satisfacción de la Juani, estaba más que claro de lo que allí se estaba gestando. El monitor, ni flowers, ni interés en tenerlas, y el resto, a disfrutar en vivo algo reservado a unos pocos afortunados.
Pero este no fue el único desliz de la Juani, no, qué va. El último lugar que queda por describir del Sociocultural, el Tigre, también fue blanco de la niña, pero con consecuencias no tan amenas.
Fue una mañana y durante la visita de la Juez de Vigilancia Penitenciaria. Habían asignado para ella un aula del segundo piso junto a otra utilizada a modo de sala de espera de los internos. Al otro extremo del pasillo se impartía un curso de seguridad laboral, y por supuesto, la Juani se había inscrito en él, por esa necesidad imperiosa de aprender que llevaba inoculada en sus genes. Un yonkie del módulo 5 era el afortunado que la romaní había puesto en su punto de mira.