En esas se encontraba, cuando una Ford pick-up con cinco manes a bordo llegó a la plaza. Dio tres vueltas al ruedo, desperdigando el polvo a su paso como si de una lancha fuera a borda se tratará. Hasta que el vehículo no detuvo su marcha y los manes bajaron, Reinaldo no distinguió nada anómalo en el grupo recién llegado. Solo entonces, cuando las nubes bermellonas se disiparon y el combo de cinco se alejaba en dirección a un edificio del extremo sur de la plaza, Reinaldo distinguió que todos cargaban algún tipo de arma encima; no solo eso, sino que debajo del sombrero se habían colocado los pañuelos atados en un principio al cuello, a modo de antifaz. Entraron en el edificio que ya conocía Reinaldo como la sede del Banco Ganadero del lugar. Nada se oyó, ni un murmullo. Ni tan siquiera el cabo y el sargento se percataron del momento.
Tras varios minutos de tensión, la de Reinaldo aferrado con toda intensidad a los barrotillos del ventanuco mientras desviaba la mirada sin cesar de la fachada del Banco al escritorio del cabo, comenzaron a salir con parsimonia los atracadores del lugar, con una saca en la mano y el arma en la otra. Subieron en orden a la camioneta para arrancar chirriando ruedas y dejando un gran nubarrón, que todo tapó, tras de sí. Fue entonces cuando se oyeron varias voces provenientes del edificio y los uniformados se dispararon desde la cárcel afuera. Tarde para acometer cualquier iniciativa tendente a detener a los cuatreros del metálico, solo pudieron realizar una llamada de auxilio por teléfono, y a ver qué pasa.
El octavo día fue el día de limpieza, ya que una mamita del pueblo entró en la celda de Reinaldo y recogió las heces y los desperdicios de esquinas y suelo. Después pasó un escobón de raíz brava y reavivó la tierra apelmazada. Cuando levantó la vista para observar más de cerca al detenido, la pobre anciana dio un respingo para exclamar:
-Pero mijito, ¿qué vaina le ha ocurrido que tiene el cuerpo todo escamao y la polvareda lo ha dejado seniso?
Éste se palpó la cara y los brazos y un nudo se le formó entre el ombligo y sus partes bajas. Sintió la costra que se había apoderado de su cuerpo y el polvo cenizo que sobre ella reposaba. No se había podido ver en un espejo desde esa mañana trágica, pero presentía que su aspecto había perdido lo habitual del aspecto humano. La mamita, al salir, cuchicheó algo al oído del cabo que a su vez asintió sin excesivo interés.