A la primera luz, los movimientos del pueblo lo trajeron a la realidad. Pronto se percató de que era el único inquilino de esa casa del pueblo. En esas divagaciones se encontraba, aferrado de nuevo a los barrotes como mono de zoológico, cuando escuchó a sus espaldas un golpeteo metálico. Se giró y observó, como por la ventanuca enrejada se había introducido una mano curtida y de tono acafetado con un cuenquillo metálico. Fue al encuentro de lo humeante que el cuenco desprendía y se topo al otro lado de la pared con un rostro adusto de mujer entrada en años sin estarlo, que entre sonrisas le dijo:
-Tome, mono, pa que se beba algo calientico. A la hora del almuerso ya le traeré arrosito, frisoles y patacón. No se apure, que acá no se nos muere de hambre.
Siguió su camino mientras Reinaldo le gritaba:
-Gracias, mamita, que Dios se lo pague.
Así transcurrieron los primeros días para Reinaldo, en un Macondo donde nada parecía lo que era, donde el viento levantaba nubarrones de arenilla rojiza y sus guardianes aparecían y desaparecían de entre el polvo que se colaba en el lugar.
Al cuarto día su cuerpo se cubrió de unas ronchas propias de reptil de escamas y que nadie entendió como enfermedad natural de la zona. Reinaldo presentía que la insalubridad de la celda junto a las heces y los orines de las esquinas, provocaban esa reacción alérgica en su cuerpo, pero nada podía hacer. No había ducha en el recinto, apenas un inodoro y un vetusto aguamanil de uso exclusivo de los agentes de la Ley. La comida le llegaba sin demora, siempre de la mano de una parroquiana distinta, todas similares, pero de diferente condición y nombre.
Al sexto día vio el amanecer entre barrotes. Ese mañana, y después de recibir el tinto y las arepas, volvió a aferrarse a la ventanuca con vistas a la libertad. Había perdido el convencimiento de lograr lo favores del cabo y optó por buscar otras latitudes para entretener su monotonía.