El negro tuerto cabeceaba junto a mí.
Después de pasar la noche sobre él, lo primero que divisé nada más despertar fue al tuerto, en pelota picada y en cuclillas, descargando en la boca del tigre sus primeras necesidades mientras la herramienta le colgaba y llegaba hasta la oscuridad del hueco. Ahora dormía, pegado junto a mí, y cabeceaba.
Sus sudores se colaban pegajosos a través de mi chaqueta. No era extraño. El aire caliente ahogaba el cajón metálico de 1,20 x 1,00 en el que ambos nos encontrábamos de camino al norte. Nos habíamos conocido obligados la noche anterior; él en la litera de abajo, yo arriba. Apenas un escueto, hola compi, sin nombres ni preguntas.
De reducido tamaño, negro como la pez y rostro enjuto, le faltaba el ojo izquierdo y su cabello había adquirido ese tono plateado de los que como él llevaban tiempo de sufrida cautividad.
Aún nos quedaban seis horas de viaje hasta Zaragoza. La prisión de Valdemoro nos había despedido con sordos golpes metálicos y órdenes tirantes de los agrios funcionarios, que sancionados, allí trabajaban.
Yo también comencé a cabecear, a sudar y a dormitar...