El Canguro
Un vaivén del canguro nos arrejuntó de nuevo. Abrí el ojo izquierdo para observar cómo él entreabría el derecho, el único. El calor asfixiante, a pesar de la temperatura invernal, seguía macerándonos al vapor del reducido cajón.
Unos fuertes golpes se escucharon en la zona delantera. ¡A ver ese aireeee, que nos asfisiamos, so perras!, acompañaron a voz en grito el pataleo. El chorro tropical seguía entrando a raudales. Una de las puertas, que a ambos lados de un pasillo central daban entrada a las cabinas, se abrió, para cerrarse acto seguido de un golpe.
Catorce cabinas, siete a cada lado de un pasillo, una al fondo para los picoletos* que custodiaban a los veintiocho pasajeros y la del servicio en un lateral, componían la estructura del autobús de conducción de la Benemérita, el Canguro.
De la cabina recién abierta salió un menda que vi pasar a través del ventanuco en dirección al tigre. Sonaba con ecos lúgubres por el pasillo un clac-clac metálico por el bamboleo del autocar, mientras el pobre diablo trataba de mantener el equilibrio durante su descarga. Era la puerta del tigre, que no permitían cerrarla por motivos de seguridad.
Al regreso, asomó su jeta al ventanuco y susurró:
-Compis, tengo pastis, caballo o chocolate, ¿os hace?
Negué con la cabeza, mientras el tuerto, con un gesto de mano, le daba aire.
-Dame un truja, un cigarrillo, compi –insistió, acercando el índice y corazón a su boca.
-No, no fumamos, piérdete.