Era alto, por encima de los dos metros y calzaba un 50, y me esperaba al cruzar las rejas de entrada al lugar. De cuerpo desproporcionado por la abultada tripa, su cabeza apenas sostenía algún pelillo perdido. Dos ojos saltones y una nariz nada despreciable daban al conjunto un aspecto curioso y de pocas entendederas.
Le acompañaba el otro, su escudero cervantino: rechoncho, bajo de estatura y cabeza chata de menguante y grasiento cabello. Mostraba su escasa dentadura cuando sus tremendas fauces se abrían para dar rienda suelta a su expresividad. Expresividad que vomitaba con monosílabos ininteligibles y grandes dosis de salivas voladoras. Y para dar más énfasis a su locuacidad, acompañaba sus aseveraciones con un índice que estocaba en las carnes del oyente.
Enrique, el alto desgarbado de 52 primaveras ya pasadas, había llegado al aeropuerto de la capital española como en tantas otras ocasiones. Su peso y tamaño ocultaban con facilidad los 3 kg de polvo que, enfajado y alrededor de su pecho, enviaban unos parroquianos desde Colombia. Eso sí, el niño grande viajaba protegido por un omnipotente pasaporte de la United que abría las puertas de cualquier aeropuerto de nuestros mundos mundiales. Todo a pedir de boca.
-¿Americano, eh?- soltó el del tricornio.
–Yes, yes, i’am american-, respondió él orgulloso.
El de verde observó a tan extraño personaje mientras cerraba el pasaporte y se lo devolvía.
-Bueno, pues sea bienvenido a España, welcome- chapurreó de despedida el agente.
-Thanks- soltó Enrique y oyó a sus espaldas, cuando ya se dirigía a la puerta de salida con el equipaje:
- Esa puerta no, la otra.
Y él, ya ensoñado con los lujos y las tetas que disfrutaría, respondió, como Dios le dio a entender:
- Gracias, hasta luego.