Hora de bajada. Diez minutos, a lo sumo quince, antes de que chaparan. Terminé de fregar mi celda y coloqué el palo de la fregona cruzado en el dintel de mi puerta. Era el distintivo de aviso a las ratas del lugar prohibiéndoles la entrada en territorio ajeno. Mientras me dirigía a las escaleras, observé el chabolo de mi vecina. Seguía oscuro, ambos estaban dentro.
Mientras bajaba, llegaron a mi mente recuerdos de días pasados. La expresión de dolor de ella regresando del economato del 2, el de Mustafa; imaginar la escena era sencillo. La media docena de musulmanes del módulo perdían la compostura cuando ella se dejaba sentir. Y no es que vistiera de manera despampanante o se maquillara como una loca, no; eso lo dejaba para los vis-vis. En el día a día era discreta y se mezclaba con facilidad entre sus compañeros, pero sus andares y atributos, provocaban el incremento de la testosterona del personal. Por ello, los moros, le susurraban bellas palabras de amor eterno al oído o cuantiosas sumas que ella no podía desdeñar; nadie se ocupaba de su situación desde el exterior. Después de pasar por diferentes prisiones durante sus años mozos, esas entradas y salidas habían mermado su ya de por sí maltrecha economía, enseñándole a subsistir en patios de ciento y pico tíos.
Era colombiana, de fina figura y amelocotonado trasero. Su jeta no acompañaba al idílico estereotipo femenino; una poblada pelusa barbada, que no lograba eclipsar con ningún procedimiento de mágicas pociones, era contrarrestada por unas incipientes tetillas que hacían las delicias de miradas lascivas. Por lo demás, solo las ronchas en sus brazos y el chupito diario de metadona desvelaban su creciente ruina a manos del bicho, el Sida.
El Legionario, Mustafa y sus amigos y muchos mas amantes de oculta identidad ya se encontraban en la lista de futuros desahuciados.