Seguí mi camino en dirección al módulo de mujeres. No desaprovechaba la oportunidad de acercarme a llevar libros o periódicos. Era uno de los pocos internos que tenían autorización para penetrar en territorio prohibido. Dependiendo de las funcionarias de turno, podía quedarme charlando con algunas internas o apenas hacer la entrega y darme el piro.
-Doña Flor, buenos días. Vengo a entregar algunos libros. Llame, por favor, a Laura Restrepo y a Lucia Jiménez.
La doña me sonrió. Era de las accesibles y un par de carantoñas verbales y alguna que otra tontería me abría las puertas al paraíso. Bueno, lo que se dice paraíso, paraíso, un decir de fácil aceptación por estos lares. No era así. Las mujeres reclusas, de carácter indómito y asilvestradas, eran de difícil manejo y, en comparación con los hombres, de mayor agresivdad.
Laura apareció sin demora. Lucia, con la parsimonia que la caracterizaba, se hacía de rogar mientras conversaba con sus paisanas gitanas. Otras dos, de la mano y acaramelándose a besos se acercaron. Era habitual verlas en esas poses. Las funcionarias, acostumbradas a ese desaguisado sexual, no ponían impedimentos a esas relaciones, siendo corriente encontrarlas encamadas, una adherida a otra, durante el recuento. Más de la mitad del módulo se daban gusto mutuo, sin que importase la relación de pareja y matrimonio que mantuvieran en el exterior. En libertad las cosas cambian, decían.
Mientras Laura hojeaba el libro solicitado, se acercó Lucia contoneando sus caderas. Hola guapo, ¿qué me traes?, soltó entre sonrisas.
