Dos meses más tarde, mí querida romaní, y esta vez en un curso de la ESO, se catapultó sobre el rubio del módulo 10, un ratero vividor y yonkie de apellido. Era un jueves, día de visita de la juez de vigilancia penitenciaria. En el mismo sociocultural, puerta con puerta, se encontraban el despacho utilizado por su señoria y el de los cursos. La vigilancia ante la visita se incrementó.
Ese mediodía nos encontrábamos charlando George, mi compañero de destino, que era gabacho, y yo, apoyados en el dintel de la puerta, cuando vimos bajar raudos al jefe de servicios y a doña Rocío en dirección a los tigres. ¿Qué pasará para tanto aspaviento?, nos preguntamos con la mirada. Unos minutos después salía en cabeza el rubio, descamisado y a medio abotonar, trastabillando pantalones entre zapatos. Con más parsimonia apareció mi gitanilla seguida de los funcionarios y colocándose la camisa en posición adecuada, sin prisas ni rubores. Interrogatorio light sobre la marcha -poco se podía sacar de lo que ya era obvio- y ambos de regreso a los módulos parteados.
Volvimos a mirarnos descojonándonos de la risa. Llegó la doña a su garita. Me acerqué.
- Pero…, ¿cómo no dejaron a los chicos desfogarse con tranquilidad?- pregunté con la complicidad que a esta funcionaria me unía.
Sonrió.
- Mira, resulta que yo sabía, cuando ambos salieron de clase, adónde y a qué iban. Eran veinte minutos de recreo que bien podían haberlos aprovechado. Pero pasado ese tiempo, y a requerimiento de la profesora y con el jefe de servicios delante, no quedo otra que ir a buscarlos. No te relato lo que nos encontramos a la llegada; ya sabes, la ética profesional -terminó.
Ella no nos lo contó, no así Lucía, dos semanas después en los pasillos.