Laura
Era colombiana. De Medellín. A esta sazón ya había rebasado la treintena y por segunda vez en su vida embarazó.
Nacida en el seno de una familia de clase media, de las de allá, pasó su infancia en su ciudad natal, en el barrio de Envigado. El colegio Teresiano la aceptó en su seno, compaginando su amistad matutina con las compañeras de clase y las tardes con chicos y chicas del barrio.
Los fines de semana, la familia Restrepo se trasladaba a una pequeña finca que tenían en San Pedro, en las afueras de la ciudad. Laura y sus hermanos jugaban allá colgándose de los árboles como fruta madura, para después, a lomos de la jaca, cabalgar por los parajes aledaños. Un riachuelo -equivalente a nuestros grandes rios nacionales- surcaba holgazán la finca, sirviendo de abrevadero, piscina y riego.
Era una niña feliz que disfrutaba de una naturaleza desbordante y un urbanismo salvaje. Y no es que Envigado fuera un barrio en exceso edificado, sino que, a medida que el tiempo transcurría, la depredación humana se iba apoderando de sus calles y plazas. Vivió el despertar de la época sangrienta de comienzos y mediados de los 80, que llevaron a cabo los cárteles y clanes del narcotráfico nacional. Y Medellín ostentaba la supremacía en dichas batallas de grandes desangramientos y lugar de pequeñas reyertas de capillos locales ascendentes en busca de su posición en esa escalada carnicera. No pasaba una semana sin que se produjera una balazera en cualquier esquina o explosiones atómicas reivindicativas en contra de las extradiciones de traquetos nacionales a los Estates.