En el patio ocurre otro tanto de lo mismo. El Pablo impone su ley a base de mamporros. Hasta el Papi, un viejo cubano condenado a 9 años por narcotráfico y que vio aumentada su condena en una docenita de años más por trapichear papelinas de caballo dentro del talego, sirvió de diana a sus iras.
Fue en una de mis primeras mañanas de patio y como no podía ser de otra manera, en la cola del teléfono. Por aquel entonces, solo se podían realizar dos llamadas a las semana, eso sí, llamadas interminables donde el personal calentaba el aparato con palabras tiernas y pensamientos indecentes. Pablo había pedido la vez nada más bajar al patio esa tarde, pero ya para esa hora había una cola de unos cuantos. Por ello, y después de horas de espera y cuando el kie valoró el tiempo esperado como el adecuado a su estatus, se dirigió al teléfono en el instante en el que el Papi agarraba por fin el aparato. Se lo arranco de cuajo.
Cuando el viejo cubano dio rienda suelta y, con ese acento dulzón que le caracterizaba, a su protesta, el cabrón del Pablo le estampó un bofetón entre mandíbula y oreja que dio con el pobre café con leche en el suelo, las pantuflas al aire y su boina despedida como artificio de frisby.
Yo, a estas alturas, ya me he hecho un nombre en el módulo. Se me considera, me respetan y yo respeto. En lo que puedo colaboro con los compis y me mantengo al margen de movidas, que son muchas las que se dan a diario, principalmente por el tema de drogas, pastis y dineros. Al Pablo trato de evitarlo, ya que presiento que me buscará las vueltas en algún momento, al igual que ha hecho con el resto.