La noche no ayuda. Es oscura, cerrada; la cárcel oscura, fúnebre, desabrida, descolorida.
El módulo de Ingresos es el primero que nos topamos de camino por el pasillo, un pasillo alargado y en semipenumbra, que forma un codo a la altura de la entrada de Ingresos para perderse en una línea continua sin fondo visible.
El funcionario responsable del módulo acciona la puerta corrediza. Entramos. La luz tenue nos deja ver a un par de personajes realizando las tareas de limpieza. Las amplias fregonas recorren la sala de un lado al otro como el cabello danzarín de una chica de caderas bamboleantes.
El de azul busca unas fichas, las toma y observa los datos.
-Ambos a la celda 34. Subid vuestras cosas. Mañana el recuento a las 8. Salida de celdas a las 9. Hasta mañana -y con una indicación de su índice, nos muestra el camino a seguir.
-Ah, es en la segunda planta. Ahora subo a chapar y a hacer el recuento.
Subimos. No nos es difícil encontrar el camino a la 34. Los números correlativos nos conducen inexorablemente a ella. Puertas de celdas desconchadas me cuentan historias de dolor, cada una me habla del sufrimiento mientras arrastro mis pies, derrotado, hacia la 34. Primero entro yo, después él, el que creo mi compañero, mi amigo.
Al cabo del rato oigo los golpes metálicos de la llave, la gran llave con la que el funcionario clausura los cerrojos. Su ojo nos mira a través de la mirilla mientras suelta con tintes aburridos:
-¡Recuento!
No cruzamos apenas palabras, no por animadversión, ni muchos menos, más por desubicación, por el desarraigo tan profundo que nos imprime esta primera noche de cárcel. Los días de calabozo, esos calabozos de detención bajo tierra, sin ventanas ni luz natural, han sido de tal irrealidad que no computan en nuestras sensaciones.
Es esta primera noche la que realmente me aplasta en mi propia realidad, me transporta en un duermevela continuo y me regresa a esta desconocida rutina diaria al oír de nuevo:
-¡Recuento!
Ambos nos enderezamos a la vez. Al grito del funcionario, nuestros resortes se han disparado con ánimos de dar esa impresión de pulcritud y seriedad impropia de estos lares. Ya nos acostumbraremos al desenfado común ante el recuento. Un pie, una mano, es lo habitual observado por el de azul a través de la mirilla; un miembro que aparece y desaparece por debajo de la manta durante el tiempo exacto y mecánico del oteo del ojo vigilante.