A los diez minutos me hacen recoger los cuatro chécheres que poseo. Salgo del módulo siguiendo los pasos del José. Me conducen con la parsimonia tan particular de estas casas a lo que todo el mundo denomina, con respeto y desgana, el Chopano.
La sola entrada al lugar impone; no sé por qué, ya que de puertas para fuera mantiene la misma línea arquitectónica del resto de los módulos. Solo cuando traspasas la puerta corrediza de acceso, comienzas a percibir detalles impropios de un módulo corriente. Y lo primero que te impacta es el silencio absoluto que allí existe, roto de cuando en cuando, y como oiré más adelante, por solitarios gritos desgarradores. Otro detalle. Nos reciben, no uno, ni dos funcionarios, sino tres y con cara de hastío.
-¿Y éste, en qué lío se ha metido?
-Nada, hombre, uno nuevo que se ha enfrascado en una pelea con el gitano que os acabamos de traer. Pero se ha pispado que se puede buscar un marrón con el padre del otro y no hemos tenido más cojones que traerlo. Así conoce nuestras suites de lujo, ja, ja, ja –ríe mi acompañante con la gracia propia de un patán.
Los otros refuerzan el chiste de su compañero con risotadas estruendosas. Se despiden y allí me quedo, en mitad del corredor, con mi bolsa de poco peso y la incógnita de qué pasará. Uno más de los tantos interrogantes que me surgen desde mi detención. En el último mes, las dudas han cruzado en más ocasiones mi pensamiento que durante el resto de mi vida.
-Venga, acompáñame -me dice uno de los funcionarios, que siempre enguantados, se encargan de este módulo de castigo. Lo sigo, qué voy a hacer.
Lo acompaño al segundo piso. Llegamos hasta la puerta que algún día tuvo un opaco color verde y me da la señal para que entre. Entro. Son iguales a las de los demás módulos. ¿Dónde radica la diferencia?