Ella y yo hablamos, conversamos: yo con mirada apasionada, ella con expresión de tristeza y cansancio. Así transcurre la hora y media, los pequeños comiendo y observando a las demás razas, nosotros observándonos mutuamente y comentando los problemas que afuera quedaron.
Cuando abren a los visitantes, ella dice:
-Bueno, ya me comentarás eso en casa, -mientras damos los pasos hacia la salida.
Allí, ante la mirada bufona del funcionario, caemos en la cuenta de la realidad aplastante. Ellos se van, yo me quedo. Reparto los besos y los veo partir. Mi corazón se angustia, mi estómago se contrae.
Regreso arrastrando los pies al módulo. Ahí me encuentro a José, el gitano. Me siento con él a charlar. Llevo observándolo desde que llegué al módulo 3 y cierta empatía me une a él. Será por ver como su padre lo abofetea a diario. Ambos están por asesinato. El otro hermano se encuentra en el módulo 1 por matar hace meses a un compañero de celda. Menuda familia, pienso, no obstante, algo de José me produce ternura; de su padre, rechazo: es un hijo de puta.
Hablamos y entonces, con el fin de hacer causa común con él, le comento:
-Joder, José, ¿cómo te dejas pegar así por tu padre? Es un déspota y…
No termino la frase cuando él salta como un resorte de la silla. Se me abalanza. No entiendo nada, pero me apartó con brusquedad. Sin embargo, recibo un puñetazo en la cara. Reaccionó y me enfrento. Entonces veo como mete la mano en su botín y extrae algo reluciente. Justo en ese instante, oigo como alguien cerca de mi lanza una advertencia:
-Un pincho, tiene un pincho. Cuidado.
No me da tiempo a reaccionar. Siento como algo candente roza mi piel, solo la roza como observaré más tarde. Alguien se interpone entre ambos, alguien que corta la pelea, perdida para mí desde el momento que aparece un pincho a relucir. Alguien que la interrumpe en el preciso instante que dos funcionarios llegan con prisas al patio.