Lo que el mundo no conocía ni conoce es la versión de los kurdos, nuestro sin vivir en nuestros propios territorios, y las humillaciones, torturas y aniquilación de muchos de mis compatriotas a manos del ejército de estos países. Y eso lo sufrí yo desde mi primera juventud.
Por todo esto, desde el momento en que comencé a tomar conciencia de lo que ocurría con mi pueblo, también empezó en mi a fraguarse una tremenda ira contra la injusticia del poder, que en nuestro caso no era otro que el del Gobierno Turco a través de sus instrumentos de represión: la Policía y el Ejército.
Mis primeros recuerdos de infancia son los de la casa de mis padres y los amigos con los que jugaba. Yo era el duodécimo de dieciséis hermanos. Mi padre, aunque severo, era un buen progenitor, respetuoso con los preceptos islámicos y siempre pendiente de que nada faltara en casa, aunque su labor en el campo apenas le permitía compartir tiempo con nosotros. Tres de mis hermanos mayores, desde temprana edad, le acompañaban a realizar las labores agrícolas, mientras el resto permanecíamos en la aldea junto a mi madre y abuelos. Mi madre fue una madre y esposa abnegada que consagró toda su vida a su marido y a sus hijos, claro, que con la retahíla que había dado a luz, era comprensible que no le quedara tiempo para mucho más.