-Solo cuando seas mayor entenderás lo que esto significa. Entonces nos ayudarás y trabajarás con nosotros. Mientras tanto… a callar y aquí no has visto nada, ¿has entendido?
Afirmé con un gesto de cabeza mientras me palpaba mi cuerpo dolorido; más me valía no hablar, pensé en aquel momento.
Si bien no supe a esa temprana edad lo que realmente ocurría, con el transcurrir de los años mis dudas se fueron disipando. En especial, cuando a partir de los quince veía como los militares turcos, de cuando en cuando, se llevaban del pueblo a algunos jóvenes y no tan jóvenes, para devolverlos días después macilentos, sucios y con signos de tortura en sus cuerpos.
Por ello, cuando observábamos elevarse una columna de polvo desde la empinada carretera que llegaba del valle a nuestro pueblo, la gente se refugiaba en sus casas con un miedo que se manifestaba en un sigilo que cortaba el aire. Después surgía el ruido de los motores, el rechinar de las llantas, el estridente sonido de los frenos y por fin, el seco golpeteo de las culatas de los fusiles en las puertas de madera. Después los gritos. Esas razzias de los militares turcos comenzaron con algunas escaramuzas un par de veces al año, hasta convertirse con el correr de los tiempos en visitas mensuales, en ocasiones, quincenales, en las que siempre detenían a un par de hombres del pueblo.
Sin embargo, hasta que no sacudieron con varios golpes secos la puerta de nuestra vivienda, no supe lo que en realidad significaba la palabra pánico.