Llegamos al módulo 3. Desde que ponemos el primer pie en nuestro nuevo hogar, presiento que nada bueno nos deparará el cambio. Cuenta con la mitad de la población que el de Ingresos, pero los aquí residentes se mueven con otros aires, diferentes modos y unos mirares de una profundidad propia de quien no tiene nada que perder. Y así es. Es el módulo de los ruinas, de los más peligrosos, de los que cargan con las mayores condenas, el único lugar del centro donde todos los internos viven solos.
Y entonces, si este módulo tiene estas condiciones, ¿qué carajo estamos haciendo nosotros aquí?, me pregunto.
Pues parece ser que nos consideran peligrosos, a nosotros, pobres pardillos sin experiencia en las lides de los negocios turbios y solo por el hecho de haber participado los tres en una operación que ni controlábamos ni conocíamos en detalle.
Mi amigo se hunde en su propia inseguridad. Pide permiso al funcionario para realizar su primera llamada. Llama a su hermano, un abogado importante relacionado con un grupo político y maestro en las tramas del amiguismo.
Al poco rato vuelve con una expresión satisfecha en su rostro.
-Me ha dicho mi hermano que no me preocupe, que tiene acceso al director de este centro y que nos ayudará. Mañana viene de visita.
Me alegra la noticia. Si entrar como novato a una cárcel en una noche de un invierno gris ya impone, el pasar al siguiente día a un módulo como el 3 te deja totalmente chafado. Por ello, cualquier atisbo de claridad en el panorama de los próximos días lo recibo como un regalo no previsto.
Caminamos por el patio y de buenas a primeras se nos acercan dos por ese truja que ya comienza a ser el de costumbre. Ante nuestra negativa por no ser adictos a esos humos, nos solicitan un cartón de dineros de los de aquí, que por estas fechas aún se utilizan en forma de cartón y de colorines, vamos, que como los del Monopoly.
-Que no compi, que ni tengo truja ni cartones, y el único que guardo lo necesito para pagar los cafés.