Espero en el patio a que el de azul me avise. Llevo todo lo adquirido en una bolsa vieja de supermercado. Hasta una vulgar bolsa de plástico tiene aquí su valor, se cotiza y has de hacer algún trueque por ella. Al fin, desde la cabina, nombran a unos cuantos de nosotros, entre ellos a mí. Nunca antes había percibido con tanta claridad y con tan excelente sonoridad mi nombre.
Nos disparamos todos a la entrada del módulo. La puerta se abre y salimos en fila por el pasillo. Allí nos encontramos con otros mendas de los diferentes módulos que, al igual que nosotros, van a su vis-vis. Un halo de perfume barato flota en el ambiente, pero cómo huele de bien esa fragancia. Observo la indumentaria del resto y todas las telas relucen, todas marcan las pinzas y el brillo de los zapatos deslumbra al resplandor de los neones. Llegamos y nos distribuyen en un gran salón con mesas de plástico y sillas del mismo material. A los del vis-vis íntimo los envían a unas habitaciones adecuadas a tal efecto.
Cada cual toma una mesa mientras mira de refilón a los demás tratando de aplacar sus nervios. Entonces se abre la puerta y entra un tropel humano cargado de colores y olores que avasallan nuestra intimidad.
Todas las sillas se ocupan. Unas por personas de un tipo, otras, por otra serie de individuos. Hay de todo: españoles, payos y gitanos, marroquíes, algún europeo del norte y alguna familia de África, ah, y varios suramericanos.
Beso a mi familia, a mi mujer en los labios; no abre la boca. A los niños en la mejilla. Estoy emocionado, mis hijos confusos. Todo es extraño para ellos, no obstante, se abalanzan sobre los chuches y la bollería.
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