A la hora de la comida oigo un par de golpes metálicos en la puerta. Acto seguido la trampilla se abate y una bandeja con comida entra por inercia propia en el interior de la celda. La retiro y me agacho para ver a través de ella.
Dos mendas, compis de algún módulo, realizan de manera silenciosa su trabajo. Les saludo y me contestan de vuelta. Me preguntan si necesito algo más, y ante mi negativa, cierran la trampilla.
Al cabo del rato oigo unos gritos y unos insultos.
-Hijo de puta, te voy a matar, cabrón.
Creo reconocer la voz de uno de los destinos de comida que con anterioridad me sirvieron la bandeja. Enseguida suena el golpe metálico del cerrojo abriendo la puerta y gritos de un grupo de personas. Y no solo gritos. Golpes, patadas y lo que parecen puñetazos. Después de un rato se vuelve a calmar el pasillo y el cierre metálico de la otra puerta termina definitivamente con los ruidos.
La noche se torna interminable. Sin nada que leer, ni ver, ni escuchar, solo los pensamientos cruzan sin cesar mi mente montando entre todos ellos el guión de una tremenda película de terror, que se proyectará durante toda la noche en una sola sesión, sin comienzo ni fin coherente. Permanezco inmóvil sobre un colchón que por viejo y usado me produce rechazo; por ello no me muevo. Tampoco he podido fregar el suelo con la bendita lejía que aquí usamos como producto inseparable, por lo que tampoco me levanto. Siento transformarme en una crisálida, ovillado y enredado en la sábana y sin ánimos de romper el cascarón y salir volando.
La mañana del día siguiente mantiene la rutina del día anterior. Solo al mediodía y con la bajada al patio esa rutina desaparece. Tres paseamos por él; después bajarán otros y más tarde los demás. Uno de ellos me cuenta las novedades de la tarde anterior.
Resulta que el Aurelio la montó. Fue el que provocó la movida que escuché a través de la rendija.