Mi instinto no anda desencaminado. Al siguiente día no supe nada de mi amigo; tampoco me trasladaron a ningún otro módulo. Ni al otro día, ni al siguiente.
Una depresión galopante se adueña de mí. La única ventaja de mi situación es la de vivir solo, ventaja que utilizo para llorar también solo. Intuyo que al patio debo bajar con la cabeza alta, seguro de mismo, no demostrando debilidad alguna. Y el tiempo me dará la razón. Pero en el chabolo, ¡ay en el chabolo!
Ahí desato toda mi frustración. Día tras día aprovecho las largas horas de celda para darme de cabezazos contra la pared y soltar todas las lágrimas de mi repertorio, lágrimas que hasta entonces permanecían en el baúl de los recuerdos.
Así pasan las primeras tres semanas de encierro, en el módulo 3, sólo y con un amigo desaparecido que no da señales de vida ni existencia.
Mi mujer ya ha venido en dos ocasiones a visitarme, pero siempre detrás de un grueso cristal, cristal que no permite sentirla, ni tocarla y menos olerla. Lo único que percibe uno en esas cabinas de comunicación son los gritos de los que comunican a los lados, la suciedad que miles de visitas dejaron en ese cubículo y el olor a talego que penetra mis poros hasta lo más hondo de mi ser.
En esta ocasión y por vez primera ella se acerca de visita con mis hijos, al vis-vis familiar que yo también desconozco. El Emi me aconseja sobre el que llevar, sobre las condiciones del lugar y sobre el tiempo de disfrute. Me hago con un tetrabrik de leche vacío y lo relleno con varias dosis de café con leche. Compro algunos refrescos para los pequeñajos, chuches y toda la bollería que el exiguo repertorio del economato me brinda. Me visto con la mejor ropa, me calzo los zapatos de calle, los únicos que no son botas o deportivas, me peino y salgo en pos de un encuentro que siento desconocido, a pesar de los diez años de matrimonio que cargamos ambos a nuestras espaldas. Pero aquí esos tiempos se han esfumado, ya no existen. Aquí todo es como una primera vez, como el primer encuentro. Los nervios te atenazan como en el primer encuentro. Te acicalas como en el primer encuentro y te acercas a la cita con la garganta seca como en el primer encuentro.
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