DETENIDOS COMO MEMBRILLOS
Arribó aquella mañana a Mercabarna. El contenedor había viajado durante el fin de semana desde el puerto de Hamburgo y el chofer aún dormía. Paseó por el recinto como tantas otras madrugadas había hecho. Los mismos gritos, ruidos, bocinas, todo como de costumbre. Sin embargo, en todo ese meollo de locura controlada sobresalía algo apenas perceptible. Poco a poco comenzó a atisbar los pequeños detalles que no encajaban en el rompecabezas. Coches con personajes que no pertenecían al sector y sus constantes cambios de posición. Cuanto más deambulaba, la clarividencia de una próxima catástrofe se iba cerniendo sobre él.
Llamó a su socio.
- Aquí pasa algo- le comunicó.
-¿Qué es lo que pasa- preguntó.
-Coches y gente que no cuadran- le dijo.
-¿Pero, será la bofia? Si es así, me piro, ¿eh?- respondió Eladio con voz queda.
–No sé, pero normal no es. De todas maneras me quedo. La nave tiene dos entradas, no sé ..., quizás..., me quedo- le confirmó.
Al otro lado del teléfono la comunicación se sintió moribunda.
–Bueno, bueno, sigo adelante. Llegaré en breve con la furgoneta-. Cortó.
Eladio había aculado el vehículo frente a la nave mientras él rebuscaba entre los palets. Por fin dio con la mercancía. Los hizo colocar frente a la entrada y comenzaron a traspasar las cajas en cuestión.
Un chirriar de neumáticos y rugidos de motores lo empotró en la realidad. Alcanzó a levantar la vista para observar a izquierda y derecha acercarse vehículos a toda velocidad envueltos en nubes de polvo. En fracciones de segundo le vinieron a la mente escenas televisivas de “Miami vice”.
-Eladio, la hemos cagado- fue lo único que dijo, tranquilo, relajado, por fin.
ENTRANDO
Llegamos. Desde el ventanuco del autobús de la Guardia Civil -en este primer momento aún no conozco el término
Canguro con el que se denomina este tipo de transporte- diviso con dificultad los contornos plomizos de una prisión.
Hemos salido tarde del juzgado, de nuestra comparecencia ante el juez, y la hora de llegada al centro no es la habitual en la vida rutinaria del lugar. Además, después de permanecer durante tres días y dos noches hospedados en los calabozos subterráneos de un centro de detención, nuestros ánimos no dan para mucho juego.
Tampoco la cárcel de Alcalá-Meco es el lugar idóneo para subir el ánimo de unos pardillos novatos en estas lides. Es anticuada, gris y oscura, nada que ver con las nuevas macrocárceles que con el tiempo también llegaré a conocer.
Nos hacen descender, sueltan nuestras esposas y nos entregan a unos mendas de azul: los funcionarios. Estos nos reciben junto a los documentos y nos conducen a una amplia habitación. Una luz mortecina alumbra pobremente las amarillentas paredes, poco el suelo y apenas nuestro desanimo. Permanecemos con la cerviz gacha, los brazos colgantes y sin movernos del lugar donde nos depositaron, mientras los funcionarios, en la habitación de al lado, conversan y preparan nuestras fichas.
Marco Conte aparece en el umbral de la puerta con una cámara Polaroid en su mano. ¿Pero qué coño hace este banquero aquí, a estas horas de la noche y dedicado al oficio de retratista instantáneo?, pienso.
-Hola chicos, os voy a tomar unas fotos. A ver, colocaos frente a esas marcas. Tú primero- me suelta a mí.
Después de tomar las instantáneas de todos, de frente y de perfil, sale de la habitación sin apenas cruzar unas palabras, sobrado. Ahora entran los funcionarios que nos palpan con sus guantes de latex -pronto conoceré la palabra Cacheo, más propia de estas casas-, sacan nuestras pertenencias de los bolsillos y de alguna bolsa que traemos y nos toman las huellas -Huellar para los compis-.
Antes de ser conducidos al módulo que ellos llaman de Ingresos, nos entregan unas bolsas plásticas con artículos de higiene personal, unas sábanas y mantas.
LA CELDA
Ya es de mañana. Mi primera reacción es levantarme e ir al baño. Entonces, cuando desciendo desde mi litera al suelo, me percato que en esta casa el confort del cuarto de baño no existe. Joder, estoy en prisión, pienso y para entonces ya sé que solo cuento con un lavamanos y un agujero que ruge como el demonio cuando acciono la palanca: el tigre.
Sin embargo, en esta primera mañana todo está por descubrir.
-¿Y la ducha? -pregunta él. -Llevo tres días sin ducharme y no aguanto más.
-Estará en el patio, supongo -respondo dubitativo.
-Bueno… pero allí… tú sabes. ¿Y sí nos…? Bueno, ¿y si nos violan en la ducha?
Permanezco callado. Es lo último que se me ocurriría. Mi mente todavía no se ha acomodado al momento, ni se adaptaría hasta meses después. Esto no es cosa de unos días y listo. Qué va. Iba para largo.
Ahora los pensamientos se pierden en mi hogar, mi mujer, mis hijos y a ver, quizás en que me den la libertad en cualquier momento. A lo mejor se percatan de algún error, mi abogado podría encontrar un resquicio en la instrucción, al juez le ha podido tocar la Primitiva y por un acto de conmiseración y júbilo me deja libre… tantos pensamientos sin sentido se entrecruzan por mi mente. Qué iluso. Regreso al hormigón de la celda.
-Hombre, no creo. Eso pasa en las películas. Pero aquí, ahora, a comienzos del siglo XXI. No creo, aunque mejor vamos juntos y mientras uno se ducha el otro vigila.
-Vale, pienso que eso va a ser lo mejor. Estoy cagado.
-Ah, hablando de cagado, abre la ventana que el que va a cagar soy yo. Llevo tres días aguantando y estoy que reviento -le digo algo cortado. Sin embargo, me pesa más la necesidad que el ser pudibundo.
El otro no sabe a dónde mirar, por lo que opta por asomarse a los barrotes después de haber abierto la hoja de la ventana a su máximo ángulo.
Observo el tigre con esa pintura verde desconchada y su profunda garganta oscura sin fondo y a punto estoy de declinar la invitación a aposentar mis posaderas sobre él. Llego a un acuerdo intermedio conmigo mismo. Me bajo los pantalones, después los gayumbos y apoyo una mano sobre la pared, para en vilo, realizar lo que con tanto anhelo deseaba.
No obstante, viéndome en esa postura y a mi compañero de espaldas y haciendo denodados esfuerzos por sacar el cabezón entre las rejas de la ventana, me entra una depresión de aquí te espero.
-Lo que fui y en lo que me he convertido -pienso. -Y a estas alturas de mi vida, cuando había logrado posicionarme socialmente, cuando el éxito me sonreía… ahora esto -continúo reflexionando.
-¿Has terminado ya? -oigo proveniente de la ventana y que me introduce de nuevo en el capítulo de esta mi nueva vida.
-Sí, si -respondo atropelladamente.
-Tú no vas a… bueno, ¿no vas a usar el tigre? -pregunto.
-No, no ahora no tengo ganas -contesta sonrojándose.
EL COMEDOR
Tal como el funcionario nos comunicó la noche anterior, a las 9 de la mañana comienzo a oír el golpeteo y los chirridos de los cerrojos al abrirse. Primero el clac, clac de la gran llave girando en la cerradura. Después el clang, clang de los cerrojos al correrse y golpear el manubrio la puerta. Es la nuestra. La gruesa hoja metálica se entreabre y el estruendo de los chirridos, de las pisadas y de los gritos se cuela sin permiso por la hendidura.
Tomamos las toallas, las pastillas de jabón de envoltorio verde y olor a puticlub de carretera, el peine negro de plástico barato y deformable y salimos.
-Tío, ¿no te olvidas algo? -pregunto con sorna.
El otro se gira, y dubitativo me dice:
-No, llevo todo. ¿Qué se me ha podido olvidar?
-El papel higiénico, que otra cosa podía ser -le corto cínico. Entra de nuevo a la celda y regresa con el rollo enganchado en el sobaco.
Bajamos los dos pisos de escaleras. A medida que descendemos, la percepción de la noche anterior me vuelve a sobrecoger. No, no se debía a la noche y al cansancio, pienso. La sensación que anoche me invadió es real, solo que de día. La pintura ocre, el olor que a partir de este momento me acompañará durante años, lo lúgubre del lugar, y a todo esto le añado los gritos de los nuevos compis y un trasiego ininterrumpido de sombras entre celdas, subiendo y bajando escaleras, como si todos tuvieran cometidos urgentes que realizar.
El patio se encuentra vacío. Los que bajan, dirigen sus pasos al comedor, a buscar el desayuno. Nosotros aprovechamos para ir en busca de las duchas. Al final las encontramos, a la derecha, en una esquina del patio y cerradas. Volvemos sobre nuestros pasos. Al comedor.
Un carrito estacionado en mitad del recinto soporta el peso de dos grandes ollas y una bandeja metálica. Una de las ollas contiene café ya mezclado con leche, azúcar y quién sabe qué más. La otra, algo más pequeña, tiene leche. En la gran bandeja veo desperdigas barras de pan, bolsas de galletas y pequeñas porciones de margarina. Un menda sirve con un cazo el café en los vasos variopintos que todos, en fila, colocan frente a él. El otro reparte el pan, la margarina y las galletas: o pan o galletas, esa es la opción. De cuando en cuando aparece algún enchufado que pilla pan, galletas, margarina y doble ración de café. Para eso trae en lugar de vaso, el envase de una botella de litro y medio de agua, cortado por la mitad y con el reborde quemado para evitar cortes en la boca; se lo llenan y nadie decía ni mú. Nosotros tampoco.
Llega nuestro turno.
-A ver, el vaso -me suelta el del cazo de café.
Miro a mi amigo, él me mira a mí y ambos nos quedamos con cara de póquer.
-Bueno, compis, o me dais los vasos u os piráis, que hay cola.
-Pero, pero… ¿tú no das los vasos? -pregunto sin calibrar la cuestión.
Una risotada general nos envuelve.
-Tú que tás creio, listillo, ¿que esto es el Seratón? Venga, piraos y trincar vuestros vasos.
EL PATÍO
Es entonces cuando recuerdo, que dentro de cada bolsa de artículos higiénicos, además de un par de rollos de papel higiénico, un cepillo de dientes, pasta de dientes sin marca –muy útil para pegar fotografías y posters en la pared-, el peine deformable, una esponja, unos condones –no tengo claro si son para utilizarlos con el compañero de celda o para los vis-vis-, también había un vaso de plástico de color azul.
Subo rápidamente. Me han gritado desde la fila, que en cualquier momento chapan, es decir, que el funcionario una vez que baja el personal, vuelve a cerrar los chabolos. Me enteraría más tarde, que lo hacen con el fin de evitar que las ratas entren a robar o algún listillo suba al descuido a colocarse o a dormir el mono.
Tragamos el desayuno sin pena ni gloria, más bien con pena; apenas baja el sólido por la garganta, tal es el nudo que la situación me ha provocado en ella. Creo que en el tiempo que llevo retenido, he probado algún que otro bocado.
Al salir encuentro grupos de varios caminando en círculo por el patio como bueyes de noria. Giran y giran sin un final claro. Otros, los menos, lo cruzan de un lado al otro, ida y vuelta, vuelta e ida, y así, sin parar. Nosotros nos adherimos a la costumbre y pronto se nos une uno y después dos más.
Hábiles y conocedores de la predisposición de los recién llegados, comienzan a sonsacarnos información de nuestro delito, de nuestra situación familiar, cavando en las profundidades de nuestras vidas como hurones. Cuando sienten que nos encerramos en nuestro ensimismamiento, sueltan cada cual por su lado:
-Oye, compi, ¿tienes un truja?
-Lo siento, no fumo.
-Yo tampoco -respondo creyéndome libre del acoso que subrepticiamente comienzan a organizar.
-Bueno, pues invítame a un café. El Economato ya está abierto. Si quieres voy a buscarlo -propone uno de ellos, hábil como una comadreja.
Me tienen acorralado, aún me encuentro atontolinado, y en fin, no quiero enemistarme nada más llegar. Mi amigo tampoco.
-Bueno, a un café de acuerdo -acepto.
-Y uno para mí -intercede el otro.
-Y para también -suelta el tercero.
-Eh, eh, parar el carro. Yo invito a uno y mi amigo al otro -corto cuando ya siento que se nos están subiendo a la chepa.
LAS DUCHAS
Visto lo visto y ante la sensación de acoso a la que me veo sometido, mi pesadumbre se despeja momentáneamente. He de estar al acecho en esta nueva casa de la cual desconozco las costumbres. Le indico a mi amigo las duchas y nos dirigimos a ellas, no sin antes haber pagado los dos cafés de los que serían a partir de ahora nuestros nuevos machacas: el Guarín y el Pedrito. Pedrito adquiriría a partir de ese café el status de mi protegido, para lo cual, yo tendría que disponer de dinero y hacerme respetar.
Las duchas, como supuse, son oscuras, sucias y poco transitadas. Eso nos mosquea en extremo. Mira qué si entra un grupo, nos acorrala y nos ponen mirando a la Giralda, pienso. Pero no, alguno que otro se está duchando y nada fuera de lo corriente despierta nuestro recelo.
Me apoyo sobre un recodo, mientras él se desviste, toma el jabón y se pone debajo de uno de los tantos caños, que en línea, asoman su extremo en la parte alta de la pared. Al tiempo que se sumerge debajo del grueso chorro de agua y se enjabona con movimientos rápidos, sus ojeos nerviosos y fugaces se dirigen de izquierda a derecha. Tal es su nerviosismo, que en el preciso momento en que un grupo de tres entra en el recinto, la pastilla de jabón se le escurre como una anguila y resbala a unos metros de donde él se encuentra. Las miradas se cruzan. La de él, agachado con el culo en pompa recogiendo el jabón, la de los tres recién llegados, que se miran entre sí después de observar los glúteos tensos de mi amigo, y la mía, moviendo la cabeza de un lado al otro en previsión de tener que actuar.
Un par de segundos de tensión se adueñan del ambiente, tras lo cual el grupo suelta unas risas y se refugia tras un tabique del lugar a trapichear una papela.
TOS COLOCAOS
Después de la ducha nos lanzamos de nuevo al patio. Por fin ha salido una gran parte de la peña a estirar las piernas. Huele a peta que tumba para atrás; es el postre que se dan algunos después del café. A media mañana se lo fuman como aperitivo, después de comer para apaciguar la siesta, en la tarde como merienda y ya, a la hora de dormir, para conciliar los buenos sueños y no pasarse la noche en un duermevela de contar corderitos.
A pesar de ser el primer día, me percato que gran parte de los compañeros de patio permanecen en un colocón perenne, ya sea de chocolate, de caballo o de pastis. Por supuesto, el chocolate es a lo que cualquiera accede y es de más cómodo consumo. Las otras opciones son más restringidas y no todos están dispuestos a lanzarse a esa piscina de aguas profundas. De todas maneras estas soluciones son las más aceptadas por los que cumplen largas condenas y no desean contar con tiempo de percibir la lucidez, y por qué no, el sufrimiento.
A medida que circundamos el patio vemos como una parte de los caminantes van saliendo del módulo. En ese instante aparece, como si a la central del banco se dirigiese, Marco Conte. Mi amigo se acerca solícito a él, parece que las mujeres de ambos se conocen, le da la mano y pregunta:
-¿Qué tal, Marco, cómo estás? Soy… -y no alcanzo a oír más, ya que se alejan y me dejan al pairo, desinflado como un velamen sin viento.
Comienzo a sospechar que me tendré que sacar las castañas del fuego sin ayuda de nadie. Y sentía a mi pobre amigo tan indefenso...
NOS REVISAN
Cómo se había derrumbado durante la detención. Apenas se sostenía sobre sus patas cuando llegó el séptimo de caballería en sus bólidos humeantes, con los rotores del helicóptero machacando nuestros tímpanos y metiéndonos los fuscos hasta el intestino. Después mientras la televisión realizaba las tomas pertinentes de la detención, escondía la faz entre el chaquetón como si de un polluelo de codorniz se tratara. Lloró, se derrumbó y ahora, a la primera de cambios, aletea solo. Algo me da en la nariz de que pronto prescindirá de mi compañía. No me equivocaría.
A media mañana nos llaman a consulta médica; todos los recién llegados en el canguro del día anterior salimos del módulo, en fila y sin rechistar.
Pasamos primero por el consultorio médico, después por el del educador y por último nos recibe la asistenta social. Todos nos auscultan. Unos nuestro cuerpo, otros nuestras interioridades y los últimos, nuestro corazón y el de nuestras familias. Nos dejan en pelotas, sin intimidad ni nombre, solo una simple ficha en la gran colección de fichas negras que guarda la administración. Salgo cabizbajo, mi amigo también. Regresamos al módulo.
Hora de comer. Buscamos sitio entre las mesas ocupadas. A final, en una esquina, vemos una mesa tomada por dos. Nos acercamos y pedimos permiso. Con un ademán sin palabras acceden a recibirnos. Después cogemos los platos de plástico moldeable y nos ponemos en la fila del carrito de la comida.
Cuando llega mi turno, el que me sirvió el desayuno me mira y deja escurrir un chorrillo de sopa de su cucharón a mi plato.
-Sírveme algo más, por favor -le solicito más por calentar el cuerpo con el caldo que por hambre.
-Esto es lo que hay, compi. A ver, el siguiente -grita a mi amigo que se encuentra a mis espaldas.
MARCO CONTE
El menda me fulmina con sus ojos chispeantes, mira en dirección a la cabina de los funcionarios y levanta el cazo goteante. Justo en ese instante, su compañero de destino le suelta por lo bajini:
-Al loro, compi, que don Juan puede vernos desde el patio. Ya arreglaras a este más tarde.
Baja el cucharón. Yo continuo para así evitar problemas nada más llegar. Cuando voy a recoger el segundo, la porción ha vuelto a disminuir. Preveo movida. Lo único que me ánima es que el sufrimiento ha estrangulado la boca de mi estómago.
Mientras terminamos de comer veo que mi amigo busca con la mirada en rededor suyo. No dice nada pero intuyo que va detrás del Conte. Pero ese no se encuentra entre los humildes reclusos. Seguro que come en el destino. Me enteraría más tarde que había comprado un frigorífico para la zona de huellas, electrodoméstico que usaban él y los funcionarios. Hacía y deshacía con el visto bueno del director; quién sabe en qué juegos malabares andan ambos. Pero no todos los funcionarios están de acuerdo con la situación confortable de ese preso estrella. Algunos refunfuñan entre dientes cuando el Conte pasa frente a ellos o pide cualquier exceso no contemplado por las leyes internas. Pero basta una llamada o solicitud de entrevista de éste al director del centro, para lograr sin más preámbulos su capricho.
Esta tarde suenan por megafonía nuestros nombres y apellidos. Nos presentamos ante la garita de funcionarios para recibir de viva voz del de azul:
-Cojan sus cosas que se van al módulo 3.
Nos miramos sin saber si debemos sentirnos tocados por la varita de la Diosa Fortuna o si bien, nos trasladan a uno de esos módulos de los que nadie quiere oír.
EL MÓDULO 3
Llegamos al módulo 3. Desde que ponemos el primer pie en nuestro nuevo hogar, presiento que nada bueno nos deparará el cambio. Cuenta con la mitad de la población que el de Ingresos, pero los aquí residentes se mueven con otros aires, diferentes modos y unos mirares de una profundidad propia de quien no tiene nada que perder. Y así es. Es el módulo de los ruinas, de los más peligrosos, de los que cargan con las mayores condenas, el único lugar del centro donde todos los internos viven solos.
Y entonces, si este módulo tiene estas condiciones, ¿qué carajo estamos haciendo nosotros aquí?, me pregunto.
Pues parece ser que nos consideran peligrosos, a nosotros, pobres pardillos sin experiencia en las lides de los negocios turbios y solo por el hecho de haber participado los tres en una operación que ni controlábamos ni conocíamos en detalle.
Mi amigo se hunde en su propia inseguridad. Pide permiso al funcionario para realizar su primera llamada. Llama a su hermano, un abogado importante relacionado con un grupo político y maestro en las tramas del amiguismo.
Al poco rato vuelve con una expresión satisfecha en su rostro.
-Me ha dicho mi hermano que no me preocupe, que tiene acceso al director de este centro y que nos ayudará. Mañana viene de visita.
Me alegra la noticia. Si entrar como novato a una cárcel en una noche de un invierno gris ya impone, el pasar al siguiente día a un módulo como el 3 te deja totalmente chafado. Por ello, cualquier atisbo de claridad en el panorama de los próximos días lo recibo como un regalo no previsto.
Caminamos por el patio y de buenas a primeras se nos acercan dos por ese truja que ya comienza a ser el de costumbre. Ante nuestra negativa por no ser adictos a esos humos, nos solicitan un cartón de dineros de los de aquí, que por estas fechas aún se utilizan en forma de cartón y de colorines, vamos, que como los del Monopoly.
-Que no compi, que ni tengo truja ni cartones, y el único que guardo lo necesito para pagar los cafés.
EMILIANO, EL ATRACADOR
Justo en ese instante se acerca una figura alargada, delgada pero fibrosa, que espanta a los moscones que ya se insinuaban con maneras torcidas. La sola presencia de nuestro nuevo acompañante inhibe al resto a acercarse.
-Hola chicos, soy Emiliano. Os he visto llegar y como suponía que os tratarían de presionar para sacaros algo, me he acercado. Esos son una basura, de lo poco malo que hay en este módulo. Aquí apenas somos unos cincuenta, casi todos delincuentes de toda la vida: atracadores de banco, asesinos, narcotraficantes de altos vuelos, estafadores de primera y algún mafioso siciliano. Como veréis, la crema de esta cárcel. Aquí no entran los de segunda y el que menos condena carga, lleva sobre sus espaldas los dedos de ambas manos –sonrió moviendo las palmas de sus dos manos en el aire.
-Y no creáis que recibimos a cualquiera, no, pero como salisteis hace varios días por la tele, sabemos del delito que se os acusa y me habéis hecho ganar parné –se arrimó a mi oreja y me susurró- aposté que os traían a este centro y gané, je, je, os hago los honores y cuidaré que toda esa basura se aleje de vosotros.
Mi amigo se dirige al tigre. De nuevo se le nota hundido y no comparte mi interés por mezclarse con los internos del patio. Yo, sin embargo, trato de adaptarme al lugar y por qué no, congraciarme con los que se brinden a ello; ya que voy a estar un tiempo por aquí, pienso. Cuando caigo en la cuenta de lo que he pensado, se me hunde el mundo a los pies.
Continuo caminando junto a mi nuevo acompañante, con la cabeza hundida y la mirada dirigida al hormigón, postura tan común en estas casas, pero sin oír toda la perorata que éste me va soltando. Un nudo se me vuelve a formar en la garganta mientras pienso en mi familia, en mi casa, en ese calor de hogar que me brindaban mi mujer y mis hijos... y que ahora ya no tengo; que he perdido.
¿Por cuánto tiempo? No sé, quizás poco, quizás Jaime, mi abogado, convenza al juez para que me ponga una fianza. Joder, ¿cómo he podido cagarla así? Mis ojos se humedecen, pero Emiliano no se pispa. Él sigue dale que dale con su historia, y como es común que aquí caminen y caminen junto a ti, escuchándote o haciendo que te escuchan sin mirar, sin apenas levantar la cabeza, él otro raja tranquilo.
COMIENZO A DORMIR
Lo único positivo de este módulo es que cada uno posee un chabolo para sí mismo. Con el transcurrir de los días también me percataré de que mezclarse con presos de toda la vida, por muy peligrosos que sean, es más recomendable que relacionarse con novatos, machacas o delincuentes, como ellos denominan, aficionados. Por lo menos sabes por dónde has de andar y por donde no. Aunque también es verdad, que como des con uno de colmillo retorcido, te las ves y te las deseas para solucionar ese entuerto.
Esta primera noche en el 3, aunque en soledad y con todos los pensamientos y recuerdos atormentándome, es algo más tranquila. Puedo conciliar el sueño a intervalos, cortos, pero que relajan mi tensión de los últimos días. El hecho de que mañana se acerque el hermano de mi amigo a aportarnos alguna comodidad extra contribuye de alguna manera a mejorar mi duermevela de esta noche.
Por la mañana volvemos a lo que ya parece ser la rutina de todos los días, de todos los módulos y de todas las cárceles, según dicen.
Recuento, apertura, bajada, desayuno, ducha, patio y… llega el hermano. El funcionario pega un berrido desde la cabina expulsando el nombre y apellido de mi amigo sin tapujos. Éste se lanza como un jabalí herido hacia la salida del módulo, tanto es así, que regresa para preguntarle al de azul el camino a locutorios. Un par de mendas que andan por la entrada sueltan la risotada por el pardillo ese, dicen. Yo continúo con mi caminata. Se me vuelve a pegar Emiliano. Pero la verdad, no me incomoda. Es el primero en los últimos días que me aporta algo que no sea el mendigueo continuo.
Me cuenta que es atracador de bancos, al igual que su padre y su hermano. Su madre estafadora, al igual que sus dos hermanas. Lleva entrando y saliendo de prisión desde que tiene uso de razón, al igual que su padre y su hermano. Tiene en su haber dos fugas consumadas, una desde un tren en marcha y donde se fractura ambos tobillos a pesar de lo cual escapa, y otra, de un hospital, rodeado de agentes de la policía, esposado de pies y manos –ya es un consumado atracador-, pero con la habilidad de haber soltado sus esposas en un descuido de los agentes con el caperuzón plástico de un bolígrafo Bic. Meses más tarde me lo demostrará durante una conducción al juzgado: tardó exactamente cuatro segundos en desabrocharse las esposas, dejándolas entreabiertas en la muñeca.
LA FAMILIA DE EMI
El caso es que su padre es peruano, llegado de los Andes a Madrid, pero con las malas costumbres inoculadas desde infante. Viaja por toda Europa vaciando los bancos con soltura y desfachatez. Hasta que un día, que en compañía de otros dos andinos da un golpe a una sucursal del Dresdner Bank en Zurich, y mientras sus acompañantes vacían las cajas y él apunta con su fierro a los clientes en la cola, se fija en la mujer que en ese momento intentaba cambiar unos dólares. Le quita los billetes con saña, para acto seguido percatarse que son falsos. Ella no protesta; solo lo observa y sonríe. Él, estupefacto, mira los billetes para después mirarle a ella.
Es una española guapa, piensa, y lista, sigue pensando. Después del atraco los tres salen zumbando del banco con el botín, además de llevarse a la española a punta de pistola, sobraba la pistola, como rehén consentido.
A los dos meses contraen matrimonio. Al año nace el primogénito, Emiliano, detrás del cual y a año por pieza, va apareciendo el resto.
El padre es detenido en diferentes ocasiones, hasta que a estas alturas del paseo, se encuentra encerrado en una prisión suiza a la espera de juicio. El hermano menor pasa unos meses de retiro forzoso en la cárcel de Navalcarnero, y una de sus hermanas, la mayor, en la de Alcalá mujeres. Solo la madre y la más joven se encuentran en la actualidad en libertad; por el momento, claro está, y ocupadísimas entre las visitas de los unos y de la otra, y las interminables reuniones con los abogados, para los unos y para la otra.
Mi amigo aparece por la puerta. Me entusiasmo. Pero no se dirige al patio, sino que toma las escaleras en dirección a la celda. Al cabo de unos minutos baja con su bolsilla y viene hacia mí.
-Buenas noticias. Me llevan a Ingresos para darme un trabajo, destino como lo llaman aquí. Mañana o pasado te llevarán a ti también; no te preocupes. Bueno, tío, me voy. Nos vemos mañana –y con esto dicho y un apretón de manos, se aleja raudo.
Una sensación agridulce recorre mi cuerpo. No las tengo todas conmigo. No sé por qué, pero presiento este adiós, sino para siempre, si por un largo periodo. Intuyo que nuestros caminos que durante años se manejaban paralelos han tomado a partir de ahora cada uno una bifurcación. Espero equivocarme.
ME SIENTO TRAICIONADO
Mi instinto no anda desencaminado. Al siguiente día no supe nada de mi amigo; tampoco me trasladaron a ningún otro módulo. Ni al otro día, ni al siguiente.
Una depresión galopante se adueña de mí. La única ventaja de mi situación es la de vivir solo, ventaja que utilizo para llorar también solo. Intuyo que al patio debo bajar con la cabeza alta, seguro de mismo, no demostrando debilidad alguna. Y el tiempo me dará la razón. Pero en el chabolo, ¡ay en el chabolo!
Ahí desato toda mi frustración. Día tras día aprovecho las largas horas de celda para darme de cabezazos contra la pared y soltar todas las lágrimas de mi repertorio, lágrimas que hasta entonces permanecían en el baúl de los recuerdos.
Así pasan las primeras tres semanas de encierro, en el módulo 3, sólo y con un amigo desaparecido que no da señales de vida ni existencia.
Mi mujer ya ha venido en dos ocasiones a visitarme, pero siempre detrás de un grueso cristal, cristal que no permite sentirla, ni tocarla y menos olerla. Lo único que percibe uno en esas cabinas de comunicación son los gritos de los que comunican a los lados, la suciedad que miles de visitas dejaron en ese cubículo y el olor a talego que penetra mis poros hasta lo más hondo de mi ser.
En esta ocasión y por vez primera ella se acerca de visita con mis hijos, al vis-vis familiar que yo también desconozco. El Emi me aconseja sobre el que llevar, sobre las condiciones del lugar y sobre el tiempo de disfrute. Me hago con un tetrabrik de leche vacío y lo relleno con varias dosis de café con leche. Compro algunos refrescos para los pequeñajos, chuches y toda la bollería que el exiguo repertorio del economato me brinda. Me visto con la mejor ropa, me calzo los zapatos de calle, los únicos que no son botas o deportivas, me peino y salgo en pos de un encuentro que siento desconocido, a pesar de los diez años de matrimonio que cargamos ambos a nuestras espaldas. Pero aquí esos tiempos se han esfumado, ya no existen. Aquí todo es como una primera vez, como el primer encuentro. Los nervios te atenazan como en el primer encuentro. Te acicalas como en el primer encuentro y te acercas a la cita con la garganta seca como en el primer encuentro.
EL PRIMER VIS-VIS FAMILIAR, MI EXPERIENCIA
Espero en el patio a que el de azul me avise. Llevo todo lo adquirido en una bolsa vieja de supermercado. Hasta una vulgar bolsa de plástico tiene aquí su valor, se cotiza y has de hacer algún trueque por ella. Al fin, desde la cabina, nombran a unos cuantos de nosotros, entre ellos a mí. Nunca antes había percibido con tanta claridad y con tan excelente sonoridad mi nombre.
Nos disparamos todos a la entrada del módulo. La puerta se abre y salimos en fila por el pasillo. Allí nos encontramos con otros mendas de los diferentes módulos que, al igual que nosotros, van a su vis-vis. Un halo de perfume barato flota en el ambiente, pero cómo huele de bien esa fragancia. Observo la indumentaria del resto y todas las telas relucen, todas marcan las pinzas y el brillo de los zapatos deslumbra al resplandor de los neones. Llegamos y nos distribuyen en un gran salón con mesas de plástico y sillas del mismo material. A los del vis-vis íntimo los envían a unas habitaciones adecuadas a tal efecto.
Cada cual toma una mesa mientras mira de refilón a los demás tratando de aplacar sus nervios. Entonces se abre la puerta y entra un tropel humano cargado de colores y olores que avasallan nuestra intimidad.
Todas las sillas se ocupan. Unas por personas de un tipo, otras, por otra serie de individuos. Hay de todo: españoles, payos y gitanos, marroquíes, algún europeo del norte y alguna familia de África, ah, y varios suramericanos.
Beso a mi familia, a mi mujer en los labios; no abre la boca. A los niños en la mejilla. Estoy emocionado, mis hijos confusos. Todo es extraño para ellos, no obstante, se abalanzan sobre los chuches y la bollería.
EL GITANO Y SU PINCHO
Ella y yo hablamos, conversamos: yo con mirada apasionada, ella con expresión de tristeza y cansancio. Así transcurre la hora y media, los pequeños comiendo y observando a las demás razas, nosotros observándonos mutuamente y comentando los problemas que afuera quedaron.
Cuando abren a los visitantes, ella dice:
-Bueno, ya me comentarás eso en casa, -mientras damos los pasos hacia la salida.
Allí, ante la mirada bufona del funcionario, caemos en la cuenta de la realidad aplastante. Ellos se van, yo me quedo. Reparto los besos y los veo partir. Mi corazón se angustia, mi estómago se contrae.
Regreso arrastrando los pies al módulo. Ahí me encuentro a José, el gitano. Me siento con él a charlar. Llevo observándolo desde que llegué al módulo 3 y cierta empatía me une a él. Será por ver como su padre lo abofetea a diario. Ambos están por asesinato. El otro hermano se encuentra en el módulo 1 por matar hace meses a un compañero de celda. Menuda familia, pienso, no obstante, algo de José me produce ternura; de su padre, rechazo: es un hijo de puta.
Hablamos y entonces, con el fin de hacer causa común con él, le comento:
-Joder, José, ¿cómo te dejas pegar así por tu padre? Es un déspota y…
No termino la frase cuando él salta como un resorte de la silla. Se me abalanza. No entiendo nada, pero me apartó con brusquedad. Sin embargo, recibo un puñetazo en la cara. Reaccionó y me enfrento. Entonces veo como mete la mano en su botín y extrae algo reluciente. Justo en ese instante, oigo como alguien cerca de mi lanza una advertencia:
-Un pincho, tiene un pincho. Cuidado.
No me da tiempo a reaccionar. Siento como algo candente roza mi piel, solo la roza como observaré más tarde. Alguien se interpone entre ambos, alguien que corta la pelea, perdida para mí desde el momento que aparece un pincho a relucir. Alguien que la interrumpe en el preciso instante que dos funcionarios llegan con prisas al patio.
AMBOS VAMOS A AISLAMIENTO
Es el Emiliano. Se interpone entre ambos, frenando con sus largos brazos otra embestida del gitano. Éste ataca, sin embargo, la férrea decisión del Emi de interrumpir el sarao lo hace recapacitar. Todos en el módulo respetan al atracador.
Los funcionarios agarran al gitano, al José, y se lo dejan claro:
-Te vas al chopano y el pincho… ya sabes, te va a caer un parte…
A mí me miran, pero solo me amonestan:
-Tú, como eres novato, te quedas, pero ándate con ojo que a la próxima, tiramos de bolígrafo. ¿Te has enterado?
Antes de poder siquiera hacer un ademán, el gitano se gira hacia mí y me escupe chulesco:
-Ay, payo, por mi virgensita que ansina me caiga muerto, que esto me lo vas a pagar, chachi que sí –dice mientras mira al cielo y vuelve a taladrarme con su mirada vidriosa del colocón que carga.
Pienso rápido mientras abren la puerta y uno de los de azul se lo lleva agarrado. Cuando regrese el padre de permiso, en tres o cuatro días a lo sumo, y no se encuentra a su churumbel en el módulo, ya me puedo ir buscando refugio en cualquier sitio, y en especial, si se entera del motivo de la movida.
Sumo rápido, realizo mis cálculos y saco una conclusión clara a pesar de ser un bisoño en los patios. Mi única salida es que me lleven también a aislamiento.
-Funcionario, quiero que a mí también me lleven a aislamiento.
El otro se me queda mirando, inquisitivo, para después soltarme:
-Mira, ya nos hemos enterado de quién comenzó la pelea. Así que tranquilízate que no te vamos a partear; tampoco a llevar a aislamiento. Además, no creo que te guste el chopano, y menos de recién llegado.
-Pero, pero, mire, yo quiero que me lleven, necesito que me lleven.
Ante mi insistencia, consulta por el walkie con el Jefe de Servicios. Al final acceden. Y ellos saben por qué. Yo soy preventivo y me han colocado en un módulo de condenados, en el peor de todos. Por Ley yo debo de estar en uno de preventivos y presienten que cuando llegue el gitano mayor, a mi me ocurriría algo, motivo más que suficiente para que se les caiga el pelo y hasta los galones.
EL CHOPANO
A los diez minutos me hacen recoger los cuatro chécheres que poseo. Salgo del módulo siguiendo los pasos del José. Me conducen con la parsimonia tan particular de estas casas a lo que todo el mundo denomina, con respeto y desgana, el Chopano.
La sola entrada al lugar impone; no sé por qué, ya que de puertas para fuera mantiene la misma línea arquitectónica del resto de los módulos. Solo cuando traspasas la puerta corrediza de acceso, comienzas a percibir detalles impropios de un módulo corriente. Y lo primero que te impacta es el silencio absoluto que allí existe, roto de cuando en cuando, y como oiré más adelante, por solitarios gritos desgarradores. Otro detalle. Nos reciben, no uno, ni dos funcionarios, sino tres y con cara de hastío.
-¿Y éste, en qué lío se ha metido?
-Nada, hombre, uno nuevo que se ha enfrascado en una pelea con el gitano que os acabamos de traer. Pero se ha pispado que se puede buscar un marrón con el padre del otro y no hemos tenido más cojones que traerlo. Así conoce nuestras suites de lujo, ja, ja, ja –ríe mi acompañante con la gracia propia de un patán.
Los otros refuerzan el chiste de su compañero con risotadas estruendosas. Se despiden y allí me quedo, en mitad del corredor, con mi bolsa de poco peso y la incógnita de qué pasará. Uno más de los tantos interrogantes que me surgen desde mi detención. En el último mes, las dudas han cruzado en más ocasiones mi pensamiento que durante el resto de mi vida.
-Venga, acompáñame -me dice uno de los funcionarios, que siempre enguantados, se encargan de este módulo de castigo. Lo sigo, qué voy a hacer.
Lo acompaño al segundo piso. Llegamos hasta la puerta que algún día tuvo un opaco color verde y me da la señal para que entre. Entro. Son iguales a las de los demás módulos. ¿Dónde radica la diferencia?
NOS COMUNICAMOS
Solo comienzo a discernirla cuando han transcurrido unas horas. No he podido escuchar otra cosa que el silencio y algunos gritos sueltos. Ni un murmullo, ni mendas caminando por el patio, y ya cansado de observar a través de los barrotes de una ventana que da a un diminuto patio desangelado y solitario, me giro y veo que el chabolo está vacío, pelado y sucio. Ni siquiera me ofrece la compañía de otrocompi, de un libro, de una televisión, de una mísera radio, y lo peor, a nadie a quién pedírsela. Me encuentro en la soledad más profunda y algo, una gran manaza, me agarrota la garganta.
Qué haré las veintidós horas del día encerrado en esta jaula. Ya me han avisado los funcionarios que solo bajaremos dos horas al patio y por turnos, para no coincidir. Y a esa birria de patio, que más parece tendedero de corrala que patio para estirar las piernas. La comida nos la pasan por una estrecha compuerta abatible que ocupa el centro de la puerta de la celda.
Me encuentro en estas cavilaciones, cuando oigo unas voces que al comienzo no distingo. Me tumbo sobre el hormigón para pegar el oído a la rendija inferior del portón.
-A ver, ese payo del 3, ese quea insultao a mi pare. Ssssshhhh, disme argo.
Ahora si distingo las palabras y también la voz de donde provienen. Es el José, que se ha enterado de mi llegada por esos conductos invisibles e inescrutables del que conoce la cárcel. De cómo le ha llegado la información, no me lo explico. No hay nadie en el patio, en los pasillos no se escucha ni un ruido y sin embargo, este capullo ha recibido el soplo. Bueno, lo mejor será solucionar de una vez por todas el problema, pienso.
ACLARANDO CONCEPTOS
-Ese José –grito en el más puro estilo taleguero.
-¿Me escuchas?
-Sí, payo, disme, ¿qué charrambuaste de mi pare? Eso de que si ansina era un desputa, mi pare, un desputa. Te voy a dar muley, eso muley, cuando sarga de aquí -terminó con voz colérica.
Medito durante unos segundos. Me doy cuenta que no ha entendido el termino, y aunque lo hubiera entendido, no conoce su significado. Me propongo, y dado que cuento con todo el día y los siguientes, de realizar una labor pedagógica con el gitano, además de tratar con ello de salvar mi cuello.
-A ver, José –hablo de manera estridente a la vez que contenido –yo no he insultado a tu padre, solo dije que era un déspota contigo por las palizas que a diario te da. Déspota significa una persona que abusa de otro, que sabe que tiene el poder sobre el otro y se aprovecha. ¿Me has entendido, tronco?
Una calma casi irreal se apodera del pasillo. Seguro que estará rumiando el contenido de mis palabras. Al cabo de un rato interminable oigo:
-Gueno, payo, si ansina dises que es eso, te creo. Pero te voy a desir una cosa. Mi pare me pega porque el mu sorro se pispa que me coloco. Ér sabe que me pongo y eso…, se guerve loquito y entonses viene y me canea. Pero tú sabes, mi pare y mi mare son sagraus y no ha nasio er guapo que se diga argo malo de ellos.
Sigue hablando, dándome sus argumentos mientras respiro a sabiendas de haberme librado de una buena. Todavía queda por ver cómo reaccionará el padre cuando regrese de permiso. Espero que nos lleven al módulo antes de la vuelta del gitano mayor. Ni siquiera pienso en el hermano de éste, ya que si lo hago, no pegaré ojo.
ESE AURELIO
A la hora de la comida oigo un par de golpes metálicos en la puerta. Acto seguido la trampilla se abate y una bandeja con comida entra por inercia propia en el interior de la celda. La retiro y me agacho para ver a través de ella.
Dos mendas, compis de algún módulo, realizan de manera silenciosa su trabajo. Les saludo y me contestan de vuelta. Me preguntan si necesito algo más, y ante mi negativa, cierran la trampilla.
Al cabo del rato oigo unos gritos y unos insultos.
-Hijo de puta, te voy a matar, cabrón.
Creo reconocer la voz de uno de los destinos de comida que con anterioridad me sirvieron la bandeja. Enseguida suena el golpe metálico del cerrojo abriendo la puerta y gritos de un grupo de personas. Y no solo gritos. Golpes, patadas y lo que parecen puñetazos. Después de un rato se vuelve a calmar el pasillo y el cierre metálico de la otra puerta termina definitivamente con los ruidos.
La noche se torna interminable. Sin nada que leer, ni ver, ni escuchar, solo los pensamientos cruzan sin cesar mi mente montando entre todos ellos el guión de una tremenda película de terror, que se proyectará durante toda la noche en una sola sesión, sin comienzo ni fin coherente. Permanezco inmóvil sobre un colchón que por viejo y usado me produce rechazo; por ello no me muevo. Tampoco he podido fregar el suelo con la bendita lejía que aquí usamos como producto inseparable, por lo que tampoco me levanto. Siento transformarme en una crisálida, ovillado y enredado en la sábana y sin ánimos de romper el cascarón y salir volando.
La mañana del día siguiente mantiene la rutina del día anterior. Solo al mediodía y con la bajada al patio esa rutina desaparece. Tres paseamos por él; después bajarán otros y más tarde los demás. Uno de ellos me cuenta las novedades de la tarde anterior.
Resulta que el Aurelio la montó. Fue el que provocó la movida que escuché a través de la rendija.