La desnudó y después se quitó solo la ropa; ella no participaba, se dejaba hacer. Su timidez e inexperiencia la bloqueban. Pero Wilder José era hábil en las lídes del sexo y no tuvo dificultades en preparar la escena a pesar de los dos espectadores dormidos e inocentes. Cuando pensó que todo se encontraba a punto, penetró la virginidad de Elisabeth María. Sin embargo, está dio un respingo al tiempo que un estridente, ¡ay!, que provocó que uno de los menores se removiera inquieto en la cama.
Ambos habían tomado trago en exceso, además de lo cual, ella era estrecha de por sí, y él, bien dotado de siempre. Tuvo que realizar otros tres intentos antes de romper su bastión, sin perturbar el sueño de los niños. Bueno, si aguantan esta música berrionda, no despiertan con nada, pensó él, mientras volvía a abrocharse el pantalón, calzarse los zapatos y salir de la habitación colocándose la camisa y sin mediar una palabra con la ella.
Elisabeth permanecería aún un rato en la cama, dolorida de cuerpo y sentimientos. Lloraba. No era esto lo que esperaba. En las películas había visto a las parejas de enamorados besándose tiernamente, tocándose, pero todo desde el amor. Sí, sexo con amor, sí, no con dolor y sin caricias. ¿Y esto era el momento más maravilloso de una mujer?, ¿la primera vez era así? Pues así no lo quería, ni ahora ni nunca.
No obstante, continuó con él durante un tiempo, siempre igual. Y cuando se descuidaba, se enteraba por sus amigas que el muy sinvergüenza se iba con otras. Hasta que dijo basta, un par de años más tarde.
Se revuelve de nuevo en la cama. El ruido de la cerradura la regresa de su infancia a la realidad. La puerta se abre y el Filetes entra, pero sin la soltura que le caracteriza. El portón metálico vuelve a cerrase. Él permanece en el mismo lugar que cuando entró. Mete y saca las manos de los bolsillos sin motivo aparente. Ambos se miran. Ella sentada en la cama, con las piernas juntas y las manos sobre sus rodillas y él, ahí, de pie como un espantapájaros.