La garita se abre y la pareja de funcionarios que los trajeron salen del lugar. Un par de los nuevos se acercan a ellos y los cachean. Les entregan unas sábanas, una manta y una bolsa plástica de aseo.
Entonces les dicen:
-Sígannos.
Los siguen por unas escaleras a un primer piso. El sonido de los pasos rebota en las paredes con eco siniestro. Pasan frente a las celdas. De algunas escapan sonidos tenues, como de rezo. De otras algún gemido llorón. Se paran frente a una. La puerta se abre y hacen pasar al Filetes. Vuelve a cerrase. Antes de ello, una mirada fugaz se evade de la celda y llega a los ojos de la colombiana. Una mirada pidiendo disculpas, así lo percibe ella. Continúan su andadura y acceden a la segunda planta.
Ésta se encuentra deshabitada. Ni un solo gemido, ni un mísero ruido traspasa las puertas. Se asemeja a una ciudad fantasma. Por los suelos se ven rastrojos, fibras naturales como las que usan las aves para confeccionar sus nidos. Pegotes de pintura están pegados al suelo de los pasillos. Se detienen frente a una puerta que se abre.
-Pase. Dentro de un rato vendrá el Economatero.
La puerta se cierra con un seco clac metálico. Observa la celda. Es idéntica a la de los módulos corrientes. Un solo detalle las diferencia. Esta está pelada, vacía de contenido. Y sucia. Por lo que puede apreciar, lleva tiempo sin habitar. Está desangelada, ni un mísero trapo aparte del habitual cubo vacío, la fregona y la escoba; nada más. Camina en derredor en busca de algo, de vida aunque sea material. Algo. Al no encontrarlo, se dirige a la ventana embarrotada. Abre una de las hojas y pega su cabeza a los barrotes. Lo único que alcanza a ver es el tejado de lámina verde del módulo y el del aledaño. Abajo un estrecho patio vacío provoca su inquietud. Ese hueco es el patio donde vamos a caminar, piensa para sus adentros. Un escalofrío recorre su cuerpo. Bueno, si por lo que me han contado solo salimos dos horas al día al patio; el resto, en el chabolo, vuelve a recapacitar.