El uno, llamado Bush, era un tío de buen ver, de unos veintitantos rozando la treintena, de amplia envergadura y asesino por accidente, que no por convicción ni escuela. El novio de su hermana Ana llevaba algún tiempo haciéndola sufrir, pero sin pasar el umbral del daño psicológico. Sin embargo, su actitud en la semana anterior al hecho en cuestión varió y se tornó de una agresividad cercana a la demencia; problemas familiares y económicos desestabilizaron el escaso equilibrio que le quedaba.
Por dicho motivo, el día en que Ana le mencionó la posibilidad de dejarlo por un tiempo, un tiempo de reflexión que ella le solicitaba a fin de aclarar sus ideas respecto a ambos, al menda se le cortocircuitaron los desgastados fusibles de su más que raído cerebro. Y la emprendió a trompadas con ella, transformándole el rostro en un erial de sangre, carne y ternilla.
Cuando a Bush lo llamaron de urgencias del 12 de octubre, supo desde el mismo instante de la llamada el motivo del ingreso de su hermana. Estuvo tentado de ir en busca del carnicero, pero se abstuvo y dirigió su coche al hospital. Cuando llegó, y después de una larga espera, pudo acceder a la sala donde se encontraba Ana, su expresión de lástima se transformó en una de ira. El bello rostro se había convertido en una amalgama de diferentes tonalidades y texturas. No soportó la vista de la camilla y se desprendió del agarre al que le tenía sometido su hermana.
