Y así transcurre su última noche antes del vis. Y que decir de su mañana en el economato. Qué le piden una manzanilla y sirve un café. Una Fanta en lugar de la Coca-Cola. Unos dulces en vez de un Camel.
-Pero, niña, ¿qué cojones te pasa, que no das una? –le suelta la Dolores, una gitana de pro a la cual la colombiana le ha largado un pack de chorizo en lugar de un Chocopan.
-Joder, Dolores, deja a la niña que hoy está de íntimo –grita la cuarta de la fila.
Enseguida se desprende una cariñosa carcajada del centro de la cola. Al final, la propia Elisabeth María suelta unas risas percibiendo su perdida de ubicación.
Esa tarde se arregla como en la primera ocasión, añadiendo un plus del perfume de Cesárea a su cuello, brazos, y por ende, al resto del cuerpo. Quizás huela demasiado, pero se encuentra tan excitada por el momento, que pierde la noción del equilibrio.
Cuando parte del módulo con algunas compañeras siguiendo a la funcionaria de cabeza, sigue dándole vueltas a todas sus elucubraciones nocturnas; ni siquiera oye los silbidos, los piropos y las procacidades de los compis de los módulos masculinos. Llega a la celda sin percatarse de los controles, las preguntas, los huelleos y toda la retahíla de disposiciones que ha de sortear para llegar al nirvana del íntimo; solo llega guiada por las pautas conocidas y las indicaciones lejanas de los funcionarios.
Entra, se sienta y espera. Cuando los pasos se alejan y el silencio la invade, comienza a aterrizar. Recuerda entonces que ha traído algún tentempié y cafés para ambos. También algunos refrescos y cigarrillos para el Filetes; también dos condones, para el Filetes. Extrae todo de la bolsa y lo coloca ordenadamente sobre la mesa; los condones sobre la cama. Cuando todo se encuentra en el lugar adecuado a su estado de ánimo, vuelve a sentarse, juntando las piernas, con las manos sobre las rodillas.
Así la encuentra el Filetes al entrar de sopetón en la celda. Ambos sonríen. La puerta se cierra de golpe. Ella se levanta. Él se acerca. Ambos se abrazan.