El catre emite sus últimos chirridos metálicos, mientras sus patas bailan los compases finales impuestos desde arriba. De repente, silencio, quietud. El cuerpo de él se abate sobre el cuerpecillo y así permanece durante unos instantes. Después, unos bracitos apartan con esfuerzo ese cuerpo, desplazándolo hacia el lado.
De esta manera languidecen, espalda frente espalda, relajando su ritmo, pero con un claro espacio dividiendo las dos mitades del colchón. El silencio devora el ambiente. Elisabeth María recupera de manera casi instantánea el dominio de si misma, reprochándose en silencio su debilidad carnal, su hambre de hombre, la necesidad de querer y ser querida. Él, por el contrario, se siente pleno: ha follado a lo bestia, sin dar su brazo a torcer. No obstante, percibe el vacío de las caricias, echa de menos las palabras dulces que prodiga en sus buenos momentos la colombiana, en resumidas cuentas, está falto de la relación de pareja: su lado animal está satisfecho; el humano, cojo de afecto.
Sin girarse, la voz de ella inunda el recinto con claridad, sin titubeos:
-Sepa, Filetes, que con este culeo me ha perdido. Ha violado mi cuerpo, mis sentimientos y mi dignidad; esta tarde he abandonado todo con usted. Ha ganado, pero me ha perdido. No me busque, porque no me encontrará y del bebito, olvídese, crecerá sin papá, ni falta que le hace. Para lo que usted le va a dar.
De nuevo el silencio. Solo el roce de las sábanas, de un cuerpo que se gira, indica que hay vida entre esas cuatro paredes, vida sin sensaciones; esas quedaron adheridas a esas sábanas. El cuerpo que las abandona se dirige vacío hacia la puerta. La golpea: una, dos, tres veces.
-¡Funcionario, ábrame! –grita la suramericana, desnuda y cubriéndose su intimidad con los brazos.
El Filetes se gira en la cama y la observa.
-Pero, tía. Deja de berrear y vístete, que los jinchos te van a ver en cueros, joder.