No tuve ocasión de dar por terminada la frase, cuando con expresión guerrera y en un arranque de rabias, se dispuso a abrir la puerta y alejarse de la habitación.
- Escuche, venga, yo...
Un portazo de metal me indicó que había abandonado el recinto.
No regresó al día siguiente, ni el día después, ni al otro. Transcurrió una semana mientras realizaba cábalas de cómo terminaría esto y qué soluciones le podría dar al entuerto.
Al siguiente lunes, a eso del mediodía, oí voces altisonantes a la entrada del negocio. Una reducida turbamulta gesticulaba dirigiéndose a Rigoberta y Édison. La luz brutal que entraba y el color oscuro del grupo me impedían distinguir rasgos, apenas contornos en movimiento. Lo que sí pude discernir fue la figura de Rigoberta acercándose rauda a mi despacho. Tocó. Dije, adelante y entró deprisa, para soltarme, con rostro de sobresalto:
-Patrón, la niña y su familia están armando tremendo mierdero allá afuera. Qué quieren verle.
Quedó falta de aire.
-Dígales que pasen -dije, mientras me levantaba y frenteaba una situación cuya procedencia mi olfato, sin duda, conocía.