Submitted by jorge on Wed, 04/08/2010 - 08:15
A la tarde siguiente esperaba revuelto de ansias comprimidas, cuando el ring, ring de la puerta contrajo mi cuerpo como un resorte. Abrí. Allá, frente a mí, ella. Y no traía arreglos de fiesta ni nada que se le pareciera, pero le brotaba la frescura del cuerpo joven y el olor a siglos de mezclas tribales. Me aparté sin vocablos. Pasó sin miramientos. De inmediato empuñó las riendas de su cometido a la espera de que yo tomara las del mío. Sacudió esteras, apartó polvos, abrillantó el santuario de mis necesidades inconfesables y comenzaría a alisar, de hinojos, el lecho de mis desórdenes, cuando mi censor se negó a reprimir más los instintos que se salían de mí sin tapujos. Vi su tremendo culo de negra, apenas disimulado por un algodón raso sin pinzas ni costura, oteando el techo de la pieza, al tiempo que sus pechos sin lactancia se movían en caída al son del trajín de quita y pon de sábanas y cabezales. Mi animal, domesticado por tiempos de gayumbos tersos y sangres de casta, se asilvestró de golpe bramando de humedades y desapegos sociales. La tomé por popa, elevé su falda de pobre e introduje una diestra sin rumbo a lo que encontrara de camino.