Submitted by jorge on Fri, 20/08/2010 - 08:12
La brasileña le pidió tiempo; la paciencia era la clave del éxito. Y con ello redobló su trabajo, sus rezos, sus pinchazos, hasta que la fotografía terminó por asemejarse a una diana de dardos.
En una de esas madrugadas, él regresaba de un viaje junto a uno de sus hijos. Volaba en su Mercedes E500 por la circunvalar M-40 cuando, de repente, y sin tiempo para reaccionar, un lebrel chandoso cruzó la mediana y se adentró en el tramo por donde ellos circulaban. El volantazo y la velocidad dieron vida propia al coche. Entre trompos y malabarismos varios, el vehículo se proyectó a una distancia considerable, tanto es así, que la guardia civil encontraría después con dificultad las huellas del frenazo. El pequeño salió expelido por el hueco que dejó el vidrio delantero. Él y su obesidad, sin embargo, quedaron embutidos entre el asiento y el volante, entre el techo cedido y las alfombrillas. Los cinturones aún colgaban de sus soportes.
Ella recibió la noticia a la mañana siguiente. Antes de perder el último aliento de lucidez, llamó a su socia.
-¿Pero qué has hecho? Te dije doblegarlo, no acabarlo.
Un pesado silencio embargó la línea. De repente, al otro lado, una voz cansina respondió:
-Me achuchaste demasiado, cariño, me deje llevar, me cegué… y se me fue de las manos.
Tras lo cual, ella colgó y dirigió sus pasos a la cocina. Puso agua a calentar, preparó la infusión y sacó un frasco de su bolsillo. Extrajo el corcho ya reseco y vertió unas gotas en la taza. A continuación, regresó al salón y se recostó en el sofá aún con las huellas del peso de su amante. Mientras sorbía el amargo líquido, no paraba de sonreír con la mirada fija quién sabe en qué.